Adiós a José Ramón, el del bar El Alicantino

Fue punto de encuentro en Vera donde la gente se convidaba y se tomaba el pulso de la ciudad

José Ramón Sogorb, en el bar, cuando estaba en activo, junto a uno de sus hijos.
José Ramón Sogorb, en el bar, cuando estaba en activo, junto a uno de sus hijos.
Manuel León
21:38 • 17 jul. 2019

A la Placeta del Sol de Vera deberían de ponerle hoy un crespón porque se ha ido para siempre uno de sus vecinos más sobresalientes. Mañana entierran en su pueblo a José Ramón Sogorb Salas, El Alicantino, quien sin haber ganado en vida ningún galardón especial, tenía el reconocimiento expreso, humilde, callado, de todos sus paisanos por su laboriosidad al frente de esa botillería legendaria en el corazón de la vieja Vera; este jueves entierran a José Ramón y parece que su pueblo se queda un poco más huérfano, a pesar de que llevaba años retirado del mundanal ruido.





Por la barra del Alicantino pasaron, a lo largo de décadas que parecían siglos, habitantes de toda la comarca: gente de Mójacar, de Garrucha, de Turre, de Los Gallardos, que iban al mercado veratense de los sábados a comprar un vestido para un casamiento o a por un estuche de lápices de colores, cuando en los pueblos apenas había unas pocas tiendas y Vera era el abrevadero comercial de la comarca. Cientos de estudiantes levantinos que íbamos a Vera a estudiar el bachillerato nunca podremos olvidar a José Ramón, con sus gafas ahumadas, con sus buenos modales, cuando nos hacía aquellos enormes bocadillos de atún o de sobrasada o cuando nunca nunca nos negaba vasos y más vasos de agua mientras esperábamos el Caito al sol y sin un duro en el bolsillo.



La placeta del Sol era entonces, cuando estaba en activo José Ramón, el rompeolas de Vera. Allí ocurría casi todo, en ese pueblo ilustrado y fronterizo de comerciantes y menestrales; allí estaba esa plazoleta -y sigue estando- que antes fue llamada del Berro y del Juez Paniagua, y en la que la luz parece que nunca dimite; allí, en ese espacio que estuvo cercado por viejas casonas, en el que la calle Mayor pide permiso para entrar, tenía el Caito la salida y la meta, en esos viajes eternos a los pueblos vecinos; allí, en sus baldosas, descansaban las mujeres enlutadas de Garrucha y de Mojácar que habían ido a hacer el mercado de los sábados; allí nos poníamos a hacer dedo los alumnos del Instituto para ahorrarnos el autobús de vuelta. Allí, en ese mágico zoco levantino, jaleado por el bramido de los coches, por el fragor de la imprenta cercana, por el rumor de las prisas mañaneras, reinaba El Alicantino.



Era esa tasca como el fielato del distrito, en donde los clientes, en vez de pagar los arbitrios, se despachaban a gusto con una copa de anís. Detrás de esa barra antigua flotaba José Ramón, con sus chascarrillos, con sus palomas y sus berrechas, con su cara de confesor benévolo, presto siempre a oír pecados veniales.



Fue durante más de ochenta años ese bar un hito de Vera, como el Espíritu Santo, un espacio evocador, de ratos compartidos, entre amigos que acudían a tomarse un vino y a jugárselo a los chinos, con habas frescas y bacalao como manjares del mismísimo Versalles; entre familias que se sentaban en sus sillas de tijera las noches de verano a tomar limonada cuando volvían de dar una vuelta por la Glorieta perfumada de jazmines.





José Ramón, que había heredado un colmado de ultramarinos de su padre y de su abuelo de quien también cobró el mote, modernizó el negocio con barra de mármol y abandonó poco a poco los ultramarinos. Había nacido en la correosa calle de la Plata, habitada en sus orígenes remotos por mineros de Almagrera. Allí disponía de un bancal con gallinas, conejos y una higuera y sembraba alcachofas y habas, para que de nada faltara en la despensa. Se casó con Ramona Baraza, la hija mayor de Antonio el Caito, y fue sustituyendo los garbanzos torraos y las tristes aceitunas por tapas más elaboradas y salpimentadas por su mujer. Fueron célebres -porque antes, en esos años 50, cualquier cosa era una fiesta- sus riñones encebollados, la magra con tomate, el pulpo en aceite y la musina salada que le traía el tío Joaquinillo de Garrucha. 


Después pusieron el Instituto y llegaban los alumnos en tropel a media mañana, con su acné y sus pantalones cortos, pidiendo el bocadillo para el recreo; y los viajantes de tejidos, que se hospedaban en el Hotel Plus Ultra o en El Español, que tomaban el aperitivo contando chistes frente a un anfitrión que no descuidaba detalle; y el director del banco, Carlos Navarro que le decía: “José Ramón, ¿me van a faltar hoy los Ideales?” “Ni hoy ni nunca, don Carlos”, y el notario don Alfonso Salas y el registrador don Paco Montoro y Jesús, el jefe de Correos -que cantaba por soleares cuando se tomaba dos Marie Brizard y Melchor el Cartero, y Jerónimo el Chocolatero y Pedro el municipal y Segura, el tesorero


Era un oficio esclavo, de doce horas diarias a pie de barra y sin ningún camarero: solo ante el peligro, José Ramón, como Gary Cooper, porque el día a día de un pueblo como Vera lo escribía gente como él. Abría a las siete de la mañana y empezaba vendiendo el tabaco del día a los operarios de la fábrica de calzado de Miguel Giménez, que apuraban la copa de aguardiente al tiempo que sonaba la sirena de entrada; y también aparecían de temprano los pastores con la pelliza a recargar sus mecheros de yesca y los cazadores con las escopetas, que volvían a que Pepa les guisara las liebres en la hornilla, y los albañiles albinos por el yeso, a por papel Bambú y el paquetón de caldo gallina.


Y se popularizó la cerveza Cruz Blanca, arrinconando al Jumilla que empezó trayendo en barriles el abuelo en carros tirados por una pareja de mulas; y llegaron los cubalibres, y la máquina de discos, al tiempo que la gente empezaba a tener más dinero para gastar en el bolsillo y decían aquello de: “Nos vemos en el Alicantino”. Hasta que en 1990 se jubiló y, tras años de alquiler cerró para siempre el negocio de sus antepasados. Hasta hace poco, podíamos ver a José Ramón, con 94 años, con el pelo blanco y sus pies castigados, sentado en la butaca en la puerta del estanco, en su Plaza del Sol, oteando enfrente el bar cerrado y la barra ya marchita en la que laboró día y noche durante 45 años. Descanse en paz el bueno de José Ramón, quien tanta sed estudiantil quitó, a cambio de nada.



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