Ayer Vera disfrutó en su feria grande de un pregonero de emociones, de un cantor de San Cleofás que se apostó en el atril con su barba blanca de franciscano, con un manojo de folios arrugados y llenos de tachones que le sirvieron de poco como hoja de ruta, ya que se dejó llevar más por lo que veía enfrente, por lo que vio de niño, que por esas letras que llevaba escritas.
Vera saldó así una deuda con Ignacio Martín Cuadrado al elegirlo pregonero para estas fiestas de septiembre, el profesional que se inventó Asprodalba, esa asociación fetiche en el Sureste, de apoyo a los discapacitados intelectuales, fundada en 1978 y que, durante estos cuarenta años de travesía, ha sabido, con ayuda de muchos héroes anónimos, mantenerse a flote, a pesar de las limitaciones presupuestarias. A lo largo de los últimos años esta iniciativa social ha cosechado múltiples premios y galardones en toda la provincia. Ignacio, el comisionado para la proclama festiva de este año en Vera, no es solo el Ignacio que conocemos, es también el depositario de un acervo familiar que tiene en su abuelo su principal estandarte: el veratense Juan Cuadrado Ruiz -arqueólogo, dibujante, profesor, indaliano, conversador infatigable- fue uno de los vigorosos intelectuales de la provincia en la primera mitad del siglo. Cultivó, aquel efusivo hidalgo, la amistad de Siret, Sotomayor, Perceval y Celia Viñas, colaboró en la fundación de Radio Almería, en la creación del Museo Arqueológico y fue también alcalde se su pueblo.
Su nieto, el ayer pregonero, es digna rama de ese tronco fecundo y, como su antepasado, es también un profesional versátil, emparentado con la psicología como profesión, pero también con el arte, con el dibujo, como devoción, “un poeta del dibujo”, como alguien lo define; un humanista polifacético, ecléctico, que ayer hizo brotar de sus labios todos los afectos encerrados por su pueblo, a pesar de que reside desde 1980 en el Cortijo del Aire, en Turre, una hacienda con más de 250 años sobre el lecho del seco río Aguas, a los pies de Sierra Cabrera, que Ignacio ha convertido en un ‘Museo del dibujo’.
Pero el cortijo de su niñez, aunque él naciera en Murcia el día de Navidad de 1954, estaba en El Real de Vera, allí donde toda la familia se juntaba como racimos: su madre María Luisa, su tía Juana y su tío Juan Cuadrado Cánovas, registrador de la propiedad. Allí afloraron sus primeras experiencias en los terrones de sus ancestros, allí fue cuajando como adulto y aprendió a entender la idiosincrasia de una tierra de la que nunca más se ha ido, de la que nunca más ha querido irse.
Ayer asomaron en el recinto ferial repleto de paisanos todos esos recuerdos de Ignacio, adobados en esos años de crianza junto a sus hermanos César, Juan Antonio, Alejandro y Francisco Javier, prematuramente fallecido.
Pero, aún con toda esa actividad tan versátil, tan rica en talento del nieto de don Juan Cuadrado, uno piensa que su principal contribución a esa gran comarca levantina ha sido la de ir bruñendo golpe a golpe, verso a verso, ese paraíso para los más necesitados de atención y de afecto que es la familia de Asprodalba, otorgándoles el regalo más grande que se puede hacer: enseñar a cientos de jóvenes discapacitados a lo largo de cuatro décadas a aprender un oficio y ser útiles a la sociedad.
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