Javier Reverte -decano de los viajeros literarios españoles que se acaba de ir por un cáncer de hígado- se alejó de Garrucha, “mi paraíso de sol y sal”, porque empezó a cambiar. A él no le gustaba que las cosas a las que quería cambiaran. Y él quería mucho a Garrucha, más que muchos garrucheros, porque en esa playa fue feliz hasta reventar pescando besugos con Pepe el Vinagre y con Juan el Esponjilla, imaginando que él era Hemingway, que El Almejero era la Bodeguita del Medio y que ese Malecón no era menos que el de La Habana.
Yo lo quise también a Javier -a mi manera- por la ternura con la que me miró la primera vez una tarde en la lonja del puerto, porque yo era un zagal entonces (año 1989) y él no y porque, en el fondo, se sentía joven y libre como yo, a pesar de que era ya un autor más que consagrado; también lo quise porque me trató bien, celestialmente bien: un día en Madrid quedó conmigo en la boca de un metro como hacen siempre los catetos y me llevó a la agencia Lid de su amigo Leguineche en la calle Zurbano a que me diera trabajo. - “Y qué sabe hacer” le preguntó Manu. –“De todo, no ves que es de Garrucha”.
Javier -aparte de viajar por todo el mundo, de escribir como Conrad, de haber sido enviado especial como periodista por los cinco continentes- era un disfrutón. Por eso, un día redondo para él era levantarse en Garrucha a las 5 de la mañana a pescar con su amigo El Vinagre a quien llamaba Capitán Alcachofa por lo mucho que se acercaba a tierra desde la barca y después ir a comerse la captura a El Almejero con su amigo Pepe con media botella de vino blanco. Era una persona amable por naturaleza, a quien le gustaba reír más que viajar, aunque él no lo reconociera. Se sorprendía de que a los garrucheros les gustaran tanto las noticias del tiempo en el telediario para saber los vientos. Ya pueden caer las torres gemelas, lo que se mira en los bares del Puerto son cuántas barras hay de Levante o de Poniente.
Se pegaba siempre para aprender de la mar a gente como Miguel El Pelailla, maestro de los palangres, o al patrón mayor Juan el Palomo o al Mero o al mayor de sus amigos, ese Pepe el Vinagre, el hijo de un carabinero con ojos pequeños y orejas de punta, al que le gustaba escuchar cuando le decía: “la vida son raticos, nene”.
Javier llegó a Garrucha a finales de los 80, cuando aún era un pueblo más de pesca que de turismo, no tan masificado. Venía con él su mujer, la también periodista Chelo León, y les gustó tanto que se compraron una casa en los terrenos de lo que fue el antiguo Cine Tenis. Mientras a Reverte le gustaba merodear entre las barcas del Muelle y las casetas de los armadores y por las noches trabajar (en Garrucha escribió El Corazón de Ulises), su esposa se iba a vivir el ambiente de la calle mayor, a ver las montañas de frutas y verduras en el mercado, a tomar un café con sacarina en el bar del Ico con su amiga María Rosa Simao. Tenía ya para entonces Javier el pelo blanco que, junto a la nariz de patata y los restos de acné juvenil, le daban un aspecto de viejo boxeador de peso wélter. Lo único que no le gustaba de Garrucha entonces es que nadie supiera jugar al mus. Pero entre viaje y viaje a Itaca o al río Nilo, a Tokio o a la tribu de los masáis, el escritor siempre volvía a reponerse una temporada a Garrucha para comerse un pescado a la sal. Una vez se corrió la voz por el Muelle de que había muerto de malaria en un viaje al Congo. Pero quedó desmentido cuando lo vimos saltando un día más a su bote preparado para pescar al curricán.
Javier nació en Madrid, hijo del también periodista Jesús Martínez Tessier, por eso, por haber crecido en la meseta, tenía tanta hambre de mar, de salitre, de anzuelos y gaviotas. Miraba el pescado capturado en la lonja con la codicia con la que se mira a la mujer del vecino. Era un trotamundos, un Willy Fogg a la moderna, un periodista que huía de las redacciones -aunque fue subdirector del diario Pueblo- y que se refugiaba en la soledad de los viajes, en sus libretas llenas de apuntes apresurados. Era un vagabundo que perdía la vida viajando, como si se acabara el mundo. "No puedo estar dos meses sin viajar”, no puedo estar dos meses sin ir a oler el salitre de Garrucha”, repetía siempre. Y se trajo a sus amigos a descubrir Garrucha, como el propio Manu Leguineche, quien se compró también una casa en el pueblo frente al Cuartel de la Guardia Civil.
Hasta que empezó el ladrillo y el golf a emerger en el Levante almeriense y a Javier ya empezó a no gustarle tanto todo aquello. Se sentía perdido entre tanta gente, como en uno de aquellos aeropuertos en las que tantas horas tenía que consumir con un café de máquina entre los dedos. Se rompió el amor entre Reverte y Garrucha, entre Garrucha y Reverte, y se mudó a otra costa muy lejana junto a Pravia, en Asturias, a tomar pote y fabes. Pero nunca olvidó Garrucha -me consta- aunque vendiera la casa del Cine Tenis, aunque ya no viniera a comer un arroz caldúo al Almejero, aunque ya no estuviera su Vinagre con él. Ese al que le pedía “Pepe, cuéntame algo de la pesca” y éste le respondía siempre: “Nene, en la mar se estrellan los talentos; echa vino hasta que ocurra una desgracia”.
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