Garrucha

Adiós al último ‘Cinema Paradiso’

Acaban de derribar el cine de Garrucha tras 119 años de historia sentimental de un pueblo

El Cine de Garrucha ya derribado. Debajo Pedro González, José y Vicente Forteza; y la taquillera Isabel González.
El Cine de Garrucha ya derribado. Debajo Pedro González, José y Vicente Forteza; y la taquillera Isabel González.
Manuel León
07:00 • 31 ene. 2021

Acababa de cumplir 119 años y de ahí ya no pasará. El cine de Garrucha, ese humilde coliseo de sueños, risas y lágrimas, ha sido derribado por la piqueta para convertirse en un edificio de fantásticos apartamentos con vistas al mar. La pala se llevó consigo la lona de la pantalla, horadó el patio de butacas, derrumbó el gallinero, percutió en la cabina, destrozó la taquilla y despeinó el tupé de Manolo Escobar que aún lucía en una de las paredes. 



En unas horas arruinó la excavadora más de un siglo de emociones contenidas y a veces no tan contenidas, en ese espacio mítico situado en la calle Aristóteles, el filósofo que legó para la posteridad el poder balsámico de la risa.



Acaba de desaparecer de Garrucha para los restos su cine, que antes fue teatro, y es como si a un árbol le cortasen una rama. Con él se van amores y desamores, noviazgos de sesión continua, pasiones vividas a través de los protagonistas de las películas, ratos de felicidad que permitían evadirse de la vulgaridad de la vida. Conoció esta sala la Monarquía, la República y la Dictadura y, además de las películas, en su escenario se representaron obras de teatro, recitales de poesía del ciego Antonio Cano o de María la Cuesta, bailes de Coros y Danzas, conciertos de la rondalla, mítines políticos, carnavales pimentoneros y La Pasión del Grupo Arte y Ensayo. 



Los cines de Verano, el Tenis y el Cinema, eran más cosmopolitas, de veraneantes, de visitantes de la comarca, pero el de invierno era como algo más íntimo, cuando nos quedábamos solo los del pueblo.



El ritual principiaba cuando Pedro González el Porreras enchufaba el altavoz de la cabina y hacía sonar la voz de terciopelo de Antonio Machín por toda la calle. Antes, junto a la confitería de Ceferino Paredes, donde se despachaban copas de anís, se había colgado la pizarra donde Félix Clemente, con una tiza, había escrito en letra gótica el nombre de la película. Empezaba a subir la gente, se apresuraban la Sebastiana y la Catalina con los carros de chucherías y en la taquilla, la tía Frasquita o Isabel González cortaban las entradas, mientras la cola llegaba hasta la farmacia. 



Se vendían también los tiquets, que entonces eran numerados, durante las mañanas dominicales, después de Misa de 12, en La Cruz de los Caídos y en la propia taquilla, para evitar aglomeraciones por las tardes, en un tiempo en el que todo el pueblo iba al cine porque no había otro sitio donde ir. Había muchachos que hacían peticiones expresas a las taquilleras para que les revelaran el número de asiento de la muchacha que les gustaba para comprar la butaca de al lado: -"Isabel, dónde se va a sentar mengana" -"En platea 12" -"Pues a mí dame la 11" -"Está reservada ya por su amiga" -"Pues córrela a la 10, que no se va a dar cuenta y a mi me pones en medio". Así empezaron los noviazgos muchas parejas del pueblo que ahora son abuelos.



De portero estaba el tío Cano y como acomodador, linterna en mano, Antonio González. Unos ingresaban en el patio de butacas, otros subían al gallinero y en la cantina, bajo los efluvios del zotal, reinaba siempre Vicenta y sus Mirindas, mientras su marido, Diego el de la Turrera, en la cabina, a solo unos metros, hacía cada noche la magia de proyectar el haz de luz sobre la pantalla, como el gran Alfredo de Cinema Paradiso. Había espectadores perpetuos como Alejo y Pedro Alías, la tía Juana la Turrera, Teresa la Campanera, la Ceferina, el Mudo Morillo -que aunque era mudo no paraba de hablar- o Paulo el Raspallón y por allí andaba siempre el bueno del Jatollo haciendo recados. 



Los niños, desde el gallinero, con Franco inaugurando pantanos en el Nodo, apedreaban con garbanzos torrados a los de abajo, mientras algunas parejas se daban el lote en los duros asientos de madera hasta que la linterna mágica los delataba.   Si había algún corte -que los había por el mal estado de los rollos que iban de un cine a otro, como las vaquillas en las fiestas patronales de los pueblos- el público gritaba como en un circo romano. Había quien se tiraba ventosidades sin escrúpulos que reverberan en el silencio de un diálogo, quien se dormía en la oscuridad de la sala y cuando se iba la luz, que era frecuente, se hacían tertulias contando chistes esperando a que viniera de nuevo. Un micromundo era el cine. 


Y estaba el intermedio, cuando había intermedio en los cines, que era como la merienda en los toros, como el descanso en un partido de fútbol, cuando nos veíamos las caras de nuevo y subíamos a por palomitas o panizos, mientras los mayores salían a fumar a la entrada bajo los carteles de “los estrenos” siguientes. En la pantalla, durante esos minutos, aparecían a través de un cristal los horarios y días de las próximas películas. Hubo un tiempo en el que se puso de moda aprovechar esos minutos de tregua para pasar anuncios de comercios locales a través de diapositivas. Y así aparecían, por ejemplo, las medias Kayser, que vendía en exclusiva la tienda de Ginés Soto Cegarra; o los botes de pintura Punto Rojo, que distribuía Félix Clemente Gerez. 


Las películas más esperadas por los chiquillos eran las de pistoleros, tras las que todos salíamos pegando tiros con el dedo índice; o si eran de kárate, pegando golpes con la mano abierta, las de Sandokán, las de Tarzán y la Chita; o las de Joselito y Manolo Escobar -con el cine hasta la bandera- o las de Fernando Esteso o Paco Martínez Soria. Después llegaron las del Torete y las de destape y clasificadas S, cuando le vimos por primera vez una teta a Nadiuska que fue como ingresar de golpe en la edad adulta, aunque siguiésemos siendo monaguillos con don Diego. De todo ese andamiaje de recuerdos que era el cine de Garrucha ya solo queda la emoción de la memoria, tras haberse esfumado el viejo edificio que los sostenía.


La historia de un cine que acaba de desaparecer
La historia del cine de Garrucha parte de una casona de diez habitaciones con corrales y patio de carruajes, lindante por detrás con la Placeta del Sol, propiedad a mediados del siglo XIX del  industrial y contador de sal del alfolí Pedro Berruezo Soler, quien la legó a su viuda, María Teresa García Haro y ésta a su hijo Pedro Antonio Berruezo García, funcionario de la Real Hacienda, quien la vendió en 1899 a Alberto Almunia López-Teruel, un pinturero pianista del pueblo y actor aficionado, casado con Caridad Ruiz Aznar, que convirtió la antigua casa en un teatro con doble platea, cien butacas, telón, piano y decorados. 


El pequeño coliseo se inauguró en la Pascua de 1901 y disfrutó de una década de esplendor. La primera obra que se representó fue El Tenorio de Zorrilla a cargo de la compañía de los señores Benito Arroyo y Torrent y la segunda El loco Dios, de José Echegaray, con el actor protagonista Gabriel de Medina, que era una celebridad en la época. Se puso también en escena El Cura de la Aldea, en una función a beneficio de las viudas y huérfanos de los ahogados en el naufragio del barco de pesca El Flamenco. En esa época también estreno su drama ‘Entre dos amores’ el escritor y periodista garruchero Miguel Rodríguez García con un éxito notable y siempre brillando las notas del piano del propietario.


El escritor y dramaturgo cuevano Miguel Flores González-Grano de oro arrendó en varias ocasiones el local como empresario y estrenó su obra ‘El té de doña Marcela’, ambientada en un pueblo marinero como Garrucha y teniendo como protagonista a la madre de su querido amigo Pedro Gea. También el poeta Sotomayor, con casa de verano en Garrucha, representó allí alguno de sus populares textos dramáticos.


Sin embargo, el negocio del teatro fue languideciendo y Alberto y su esposa emigraron a Orán y lo vendieron en 500 pesetas en 1913 a Francisco Flores Martínez, médico de la Caseta de Sanidad, que lo pudo disfrutar poco porque falleció al año siguiente. Siguieron explotando la sala su viuda Dolores Carrillo y sus ocho hijos. En ese periodo, el local se llamaba Teatro Flores, pero la familia propietaria recibió una sanción de 194 pesetas por “ocultación de la industria del teatro”. De modo que la Hacienda Pública lo embargó y el remate de la subasta se lo adjudicó el rico comerciante Martín Haro Galindo por la cantidad de 1.000 pesetas en el año 1916.


El nuevo dueño era garruchero pero residía en Granada y la sala permaneció algún tiempo cerrada. De vez en cuando llegaban magos y prestidigitadores que ponían en escena sus números más o menos exitosos. Uno de ellos era el pobre señor Stevenson, muy cuestionado en sus trucos, quien en una de esas noches que estaba en el escenario haciendo el ardid de cortar a su ayudante tendida con un cuchillo, cuando fue a saludar al público, entre la oscuridad salió un desalmado que le dio un palo y le vació un ojo


 Martín Haro vendió la mitad del Teatro en 1927 a su hermana Mariquita y a su cuñado José López Berruezo. Durante la Guerra, el establecimiento fue requisado por los milicianos y sirvió para reuniones y actos de arenga del Frente Popular. Allí estuvo dando un mitin en esas fechas prebélicas el líder socialista almeriense Gabriel Pradal y se hacían funciones benéficas para el Socorro Rojo.


Después de la contienda, en 1944, Rafael Vargas, apodado ‘El cojo Vargas’, un sastre madrileño que se afincó en la zona, compró el Teatro a la familia Haro. También explotaba el Teatro Echegaray de Cuevas del Almanzora, pero abandonó pronto por problemas con Acción Católica y la censura.


Vargas vendió en 1946 el viejo Teatro a Antonio González el Porreras, quien lo transformó en el Cine Español, orientándolo ya al negocio del séptimo arte y disfrutando de una época de esplendor en la que el cine se convirtió en el gran pasatiempo de los garrucheros, en un tiempo de carestía y racionamiento. La censura ataba en corto a los empresarios cinematográficos con multas y apercibimientos de cierre firmados por el gobernador Urbina Carrera. El Cine Español recibió una propuesta de sanción del Servicio de Cinematografía por la proyección de Gilda, paradigma del pecado en aquel tiempo tan elemental. El cura de entonces, don Santiago, vigilaba muy de cerca las carteleras. En esa época tuvo mucho predicamento una compañía de teatro profesional que se llamaba Pastrana y que durante seis meses estuvo actuando en la sala.


Ese cine antiguo aún tenía aspecto de teatro con sus doce asientos de platea, su piano y la zona para el apuntador. Se había quedado anticuado y estaba necesitado de una reforma integral que se hizo en 1966 con la renovación de la parte alta y el patio de butacas y una nueva máquina Ossa en la sala de proyecciones que sustituía a la vieja Edelman de carbones, que había distribuido el empresario murciano Santiago Llorente por algunos cines de la comarca. Desaparecieron las plateas, se recubrió el techo con escayola y una gran estrella central, se estrenaron cortinas y se colocó, por obra y gracia del propietario, un gran marco con el Real Madrid de las seis Copas de Europa de Amancio, Zoco y Gento. La obra la realizó el constructor Juan Visiedo Ruiz, tío del alcalde de la época, que había vuelto tras un tiempo de emigrante en Argentina.


 El nuevo Español abría sus puertas, como las abrió ‘el Nuevo Paradiso’ en la película de Tornatore, más moderno, dejando atrás el crudo tiempo de la Posguerra. Fue la época de más público, tanto que a veces había peleas para entrar y empujones para salir, tanto que una vez cayeron rodando por las escaleras  Pedro el barbero de Turre y Roque el del pescado. Habían desaparecido los cartuchos de castañas y los celemines de garbanzos que vendía en cestas de mimbre la Picanterra y los caramelos y el buche de agua a perra gorda de Ceferino y en su lugar habían llegado los chicles Bazoca, los Huesitos y las patatas fritas Risi de la Sebastiana, quien, si osabas meter la mano sin permiso en la mercancía, te formaba un vocerío.


Llegó también la democracia y con ella los mítines al Cine Español: desde Juan Dios Ramírez Heredia, a Joaquín Garrigues, desde Soler Valero a Sancho Gracia, que acababa de rodar Curro Jiménez y que había fichado por la UCD. Uno de esos actos estuvo a punto de terminar en tragedia cuando el candidato socialista Pepe Batlles se pegó un zarpazo al romperse la escalera del escenario. Hubo también en ese tiempo de cambio un susto tremebundo, cuando una noche con el cine lleno se escuchó un ruido en el techo y cayó un poco de escayola en el patio de butacas. La gente salía huyendo presa del pánico, apelotonándose en la puerta, con el tío Cano por el suelo, por lo que creían que era un derrumbe. Pero todo quedó en unos minutos de pavor. 


Los nuevos tiempos y el auge de los videoclubs pasaron factura al cine de Garrucha, como a tantos de toda España. Y una noche de 1985 cerró sus puertas por un tiempo. Como arrendatario volvió a abrirlo el empresario Federico Moldenhauer en 1994 con el nombre de Cinema Teatro, hasta su defunción definitiva en 2005. 


En todo ese tiempo del Cine Español fueron operadores Germán Bravo, Paco el Currillo, Pedro González, Pedro Cañadas el de la luz, Cristóbal el de Paquillo, Melchor el Gibao y Diego el de la Turrera; taquilleras la tía Frasquita, María e Isabel González; acomodador Antonio González, Manuel el Peruco, Miguel el Marciano; porteros el tío Bartolo el Culera, el tío Ginés Flores, el Pachiche, Bartolo el Fanduco, Antonio el Coco y el tío Cano; cantineras Gonzala y Vicenta; vendedoras de chuchería, Sebastiana, Catalina, Angela la Podenca, la del Mudo, la Ginesa y la Picanterra. Antonio el Lentao, con las carteleras y Lorenzo que llegaba en burra desde Mojácar, también en la portería. La primera película que se proyectó fue Eloísa está debajo de un almendro y la última King-Kong.


Desde entonces, los viejos cines y teatros de la comarca, que forman parte del acervo sentimental de los habitantes del Levante almeriense, han corrido diferente suerte: Mojácar perdió su Aquelarre, como Turre perdió su Avenida, como Vera perdió su Teatro Cervantes, como Garrucha acaba de perder su Español, Sin embargo, otros han logrado mantenerlos para uso cultural como Cuevas con su Echegaray y Vera con el Regio, en una provincia que sigue siendo ‘Tierra de cine’, aunque con pocos cines. Y desde ahora, uno menos.




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