Como buen lobo, Joaquín saludaba siempre a sus amigos con un alarido ¡ahuuuuuú! como testimonio de afecto. Lo de lobo le venía a este garruchero, que se acaba de ir con 82 años, de su abuelo José, que era muy aficionado a fumar en pipa y que se hizo cincelar la cabeza de este carnívoro en la cazoleta. Era uno de los ojitos derechos de ese abuelo y de su madre Dolores y desde muy niño mostró una aplicación especial para los estudios: fue uno de los tres primeros alumnos de Garrucha en acudir a estudiar al Instituto Laboral de Vera en los años cincuenta.
Después, la vida le condujo por diversos derroteros y ha tenido la suerte de disfrutar de años caudalosos en los que fue desde cartero a pinche de cocina, desde portero de fútbol a músico de rondalla, desde albañil a empresario hostelero.
En sus comienzos como estudiante, tras dejar atrás los días con don Miguel Forteza, unos días cogía el Correico a Vera que iba cargado hasta el techo de alumnos de toda la comarca y otros agarraba la bicicleta en pantalón corto para llegar a clase de matemáticas de don Manuel Martínez. Una vez allí, recordaba Simón Soler -uno de sus compañeros de Antas que después fue profesor de generaciones- que Joaquín se ofrecía a guardar las bicicletas en el sótano del Instituto a cambio de unas naranjas de El Real para desayunar.
En el año 1964 se sacó las oposiciones a cartero urbano, el puesto número once de 100.000 aspirantes y se colocó en la oficina de Correos de su pueblo. Se llegó a aprender de memoria todos los pueblos de España que hasta hace poco recitaba del tirón. Además de llevar la contabilidad del Hotel Delfín, se hizo portero titular de la Peña Deportiva de Garrucha, con la que un día triunfó en el Estadio de La Falange, en la final de un trofeo provincial. Partidos memorables en los que Joaquín volaba como un cóndor, con compañeros de campo como Melchor Liri, el Bochao, Diego el Joaquinillo, Pepe Quesada o Tito el hijo del Brigada. Uno de sus días más felices fue cuando ganaron un partido al Vera, el eterno rival, con varias paradas de antología de El Lobo en el Vista Alegre y el Calatrava lo subió a hombros como a un héroe y lo paseó por todo el pueblo, mientras Joaquín iba saludando desde arriba como un torero. Estuvo también desde el principio en la rondalla de don José Aparicio, donde aprendió solfeo y a tocar el laúd, con Vicente Forteza, Juan de Agapito, Domenech, Paco el Junza, Ginés el Pantera o José el Garabito. Salían con sus instrumentos por las calles del pueblo amenizando los días festivos o actuaban en el Cine junto a los coros y danzas de la Sección Femenina con la que viajaron varias veces para actuar en el Teatro Cervantes de Almería.
Pero toda esa arcadia feliz se le quebró al Lobo cuando decidió, por motivos personales, emigrar a la isla de Jersey como camarero, después a las Bermudas y a Cleveland (Ohio), la ciudad de Paul Newman, donde aprendió inglés, donde se graduó en Ciencias Sociales y donde trabajó de barman con pajarita y media sonrisa, con sus gafas de Augusto Algueró, sirviendo algún que otro dry martini a Frank Sinatra . Se le acabó la visa en Estados Unidos y marchó a Venezuela, donde fue maitre del Hotel Continental de Caracas, donde coincidió con algunos paisanos como los hijos de Pepe el retratista o con Antonio Garrigues Walker, con el que había jugado partidos de fútbol cuando eran niños en los veranos de Garrucha.
Y tras un breve paso por la Isla Margarita, volvió el Lobo a la guarida de su pueblo, con la frente marchita y las sienes plateadas como Gardel, y abrió el restaurante Lobo de Mar en la playa de Mojácar, plantándose cada día en el comedor con sus ojos achinados como de jefe de una tribu comanche, con su eterna guayabera y su sonrisa discreta. Después se reenganchó en la oficina de Correos de Los Gallardos y con su nuevo traje de cartero repartió cartas manuscritas de amor- cuando aún se enviaban cartas de amor- cartas de luto con los bordes negros, cartas en sobres azafranados con el borde azul y rojo que venían de ultramar mensajeras de buenas o malas noticias.
Y junto al rumor seco del cauce del río Aguas, a unos metros del Puente Vaquero, se construyó una casa de ensueño, sombreada de pinos y eucaliptos, donde invitaba a sus amigos a tertulias peripatéticas y donde seguía tocando el laúd con la misma aplicación con que lo hacía en tiempos de don José Aparicio. Allí tuvo el Lobo muchos años su cuartel general. Y a quien paraba a verle de camino a Almería, siempre lo llenaba de bolsas de granadas o de almendras criadas en ese jardín babilónico que no dejaba un día de cuidar.
Allí, junto a Pilar, organizó muchas cenas con música bajo las estrellas, a las que acudían, entre otros, sus amigos Emilio Sánchez Guillermo, Ezequiel Navarrete, Pepe Salas Bolea, Juan Grima, Miguel Sáez, José Antonio Ruiz Marqués, el abogado Cantalejo o Federico Moldenhauer y en las que narraba con los ojos perdidos en el infinito de las barranqueras sus aventuras coloniales.
Sus últimos años los consagró a la música, aprendiendo guitarra en el conservatorio de Cuevas y formando parte del grupo Aires del Malecón, con el que revivió sus tiempos mozos en la rondalla. Se le iluminaban los ojos al Lobo cuando iba por el pueblo anunciando a todo el que lo quisiera oír su próxima actuación en el Club Náutico o en la Plaza de la Ermita o en la presentación de algún libro. Nació el año que terminó la guerra y ha muerto en esta otra guerra pandémica que aún no sabemos cuándo terminará y que ha provocado que su pueblo querido no lo despida como se merecía. Descanse en paz para siempre Joaquín el Lobo.
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