Como un azulejo de tonos blancos y marrones, roto en mil pedazos, se divisa desde el aire el barrio de los artesanos de Níjar. Situado entre dos ramblas, algo alejado del centro del pueblo, para evitar que el humo y los olores de los viejos hornos llegaran al resto de casas, esta pintoresca zona llegó a ser motor económico hace décadas de una villa que ha sido siempre cuna de alfareros.
“De cerámica tradicional nijareña solo quedamos cuatro talleres y uno de ellos sin tienda”, comenta Lorenzo Lores García, dueño de Alfarería Ángel y Loli, negocio que heredó de sus padres y que se ubica en el número 33 de la calle Real de las Eras, vía que vivió su esplendor desde los ochenta gracias al turismo y las decenas de tiendas que formaban una atrayente estampa con jarapas, botijos y cestos de mimbre en esta arteria principal del barrio.
“Esta calle tenía mucha vida, pero cuando creció el pueblo empezaron a montar tiendas en la avenida principal que era nueva”, recuerda Lorenzo, que estudió Administración de Empresas, pero dejó su trabajo de oficina para hacerse cargo en 2019 del negocio familiar. “Soy el más pequeño de los hermanos y mi madre tuvo que convencerme para quedarme con el taller o se hubiese cerrado”, dice el nijareño de 34 años que pertenece a la séptima generación de alfareros de su familia.
Rafael García Montoya, abuelo de Lorenzo, compró este taller, que tiene más de un siglo de vida, recién casado con María García Jurado. La hija de ambos, Loli, madre del actual propietario al que ella misma enseñó el oficio, heredó la alfarería a la que puso su nombre y el de su marido, Ángel.
Otros tiempos
“Antes se cargaban camiones enteros con cosas de uso cotidiano, no como ahora que hay mucho de decoración, y se metían en barcos. Las piezas de barro iban envueltas en manojos de albardín, que se cogía aquí mismo por la zona, ahora en papel de periódico”, explica Loli a sus 74 años, que a pesar de estar ya jubilada baja a este taller a veces para dar por pasión algunas pinceladas a los vasos de cerámica con dibujos que ella mismo inventó durante su infancia. Esas formas se han convertido en la seña de identidad de los productos de esta tienda que pacifica el alma a Loli tras la muerte de su marido hace dos años.
El marrón, el amarillo, el verde y el azul son los colores característicos de la cerámica nijareña, la tradicional, la que ya solamente se hace en cuatro talleres, en el de Lorenzo, en el que trabaja codo a codo con el argentino Martín Pronyk desde 2018, y en los de Rafael Granados, Baldomero García y Víctor Morales. También está el de Matthew Weir, que lo regenta desde 1989, pero de una tendencia más vanguardista.
“Se ha perdido el volumen de visitas de colegios que había, aunque parece que la gente vuelve a recuperar su interés por lo artesanal, pero los hijos no quieren tomar el relevo, podemos ser la última generación de alfareros de Níjar. Deben fomentarlo más las administraciones”, recalca Lorenzo, dueño de unos de los últimos reductos de alfarería autóctona, la que sigue enamorando al turismo, la que trata de aguantar el pulso al maldito plástico y al vidrio.
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