Manuel Leon
12:47 • 20 feb. 2012
Era como un trasatlántico volador, el Titanic de los aires a 50.000 pies de altura, un enorme ingenio de 236 metros suspendido en el éter como un planeta en movimiento. Los almerienses que lo avistaban, con la mano haciendo de visera en la frente, en esa mañana de abril de 1930 no debían de estar dando crédito a lo que se perfilaba en el cielo azul y se reflejaba en el espejo de la bahía.
Era el Zeppelin, un dirigible alemán de los nuevos tiempos, un gigantesco globo de aluminio con cinco motores, desconocido para la gran muchedumbre del lugar, que quedó hechizada esa mañana cuando hacía sus labores en el centro o en los barrios de la ciudad y avistaron semejante demonio tapando el sol.
Solo los habituales lectores del Blanco y Negro y Nuevo Mundo en el Casino y en el Círculo habían leído crónicas ilustradas con fotos impecables en huecograbado acerca del viaje alrededor del mundo del invento alemán. Desde el limbo donde planeaba, la ciudad mediterránea debía de avistarse tersa y plana, salpicada de terraos enjalbegados.
En el puente de mando iba el comandante alemán Hans Von Schiller y la tripulación. Y muy cerca de él, tomando notas con un lápiz sobre una gastada libreta, un pasajero de excepción: Andrés García de la Barga, más conocido como ‘Corpus Barga’, un ingeniero de minas reconvertido en ingenioso periodista y ensayista y aficionado a frecuentar los ambientes literarios de Madrid.
El diario argentino La Nación lo había contratado en esa época para que escribiera unas crónicas de viaje a bordo del Zeppelin, la sensación de la época, que cubría la ruta entre Berlín y Pernambuco (Brasil).
Contaban entonces que el periódico había llegado a pagar 3.000 dólares de la época por el pasaje del reportero español en el dirigible, a cambio de esas excelsas crónicas literarias que fueron publicadas primero por el poeta Juan Ramón Jiménez y después por Arturo Ramoneda con el título ‘Un viaje en el año 30’.
Procedente de Tetuán, el Zeppelin ingresó en España por Cádiz, se dirigió a Palos para sobrevolar los monumentos colombinos, luego puso rumbo a Málaga, avistó Sierra Nevada y brujuleo hasta Almería de la que dejó escrito: “Pasamos sobre Almería, moruna, chata, blanca, con el anillo de la plaza de toros en un dedo. Vemos correr por las calles y reunirse en los paseos a muchos puntitos negros, hay moros en la costa”, bromeaba Barga en su descripción de la capital almeriense.
El escritor radiotelegrafiaba esas crónicas apresuradas desde el propio tabernáculo del globo. El Zeppelin no tomó tierra en Almería -como sí lo hizo unos días más tarde en Sevilla- pero los ojos sagaces de Barga debieron vislumbrar una ciudad aún más de carros que de automóviles, gobernada por los González Egea, los Rovira, los Iribarne, los Cassinello, en esos últimos estertores del Directorio de Primo de Rivera.
Se refirió al coso de Vilches, donde lidiaran Lagartijo y Mazzantini muchas décadas antes y también debió intuir, desde la altura, el paisaje parralero -no había llegado aún el mar de plástico- el sudor de lo jornaleros doblados ante las matas de esparto, la alcazaba moruna, el trajín de los barrileros en los tinglados portuarios, el dolce far niente de los señoritos del Casino jugando al dominó con limpiabotas. Y tuvo que disfrutar con la visión espectacular del Cable Inglés, aún en servicio, como una nariz griega sobresaliendo sobre la línea de la bahía.
El zeppelín, igual que llegó, se dio la vuelta frente a la Vega y puso rumbo hacia Sevilla donde hizo escalara antes de emprender la aventura del Atlántico.
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