Me contaba Miguel, el amores, un lugareño de edad avanzada de la cortijada de Los Sapos, que la minería en Serón y Bacares no había sido la causa de la desaparición de los grandes árboles de la Sierra: “Antonio, las encinas grandes se quedaron dónde están porque su madera era muy dura para trabajarla en carpintería…Sin embargo, las nogueras, los cerezos, almeces, servales y algún que otro pino de corteza blanca como los del Calar del Gallinero, fueron talados a tajo parejo. Esos árboles, que existían desde siempre, cayeron sin pena ni gloria porque, imagina, los ingenieros holandeses y también los ingleses daban quinientas pesetas (de las de entonces) por cada uno de ellos…como para pensar si era un ejemplar o tenía más años que Matusalén (eso entonces, ni se veía, ni se valoraba)".
Seguía que "el precio de las cosas, ya lo sabes tú Antonio, poco tiene que ver con el valor que le damos o que tienen. Así que cuando veo tanto alboroto porque esa encina se está muriendo, o eso dicen, que para mí es que está vieja y como debe ser renquea ya de alguna pata y le falta poco para irse de este mundo, lo normal vaya, no tengo más remedio que acordarme que ya ha vivido lo suyo, que se libró de una buena, que no tuvo precio entonces, ni valor alguno, aunque la usáramos para muchas cosas. Era, para que tú me entiendas, de esas cosas que te encuentras y a la que sacas partido de mil maneras".
"Eso es algo que la gente de campo sabe muy bien hacer pero te digo una cosa, que si tienen que talarla para darse calor porque el invierno se alarga más de la cuenta o viene como los cuchillos bien afilaos, cortando la piel de los zagales y enfriando a la parienta, se corta y se tala y se bendice pero ni se llora ni se venera como a un santo devoto o a una virgen patrona porque digo yo Antonio que no estaremos exagerando un poquillo, que casi le cantamos lo de ya se ha muerto el burro de la tía comadre, ya se lo lleva Dios de esta vida miserable, que tururú…”, y acabo riéndose como un niño chico. Yo le quise presentar entonces mis argumentos para que le diera otra vuelta a ese pensamiento único, pero él siguió con su relato:
Me contó que su abuelo vendió seis nogueras que había por debajo del secano de las Guijas, en lo hondo del barranco, cerca de los Sapos. Tuvo que subir una cuadrilla de Las Menas con diez hombres, las arrancaron con su tocón y cortaron los troncos en piezas de dos metros que bajaron en carros a la estación de Serón para ser transportados hasta un puerto del norte, “vete tú a saber cuántos trenes cogieron”, hasta llegar a parar a los talleres de los ebanistas ingleses, los que hacían esos muebles “que usaban los ricos”
Más tarde, siguió contándome, en los años setenta, aunque ya era cada vez más difícil encontrar árboles de talla y grosor apropiados, las serrerías de Alsasua pagaban muy bien esta madera de betas caprichosas y llamativas, utilizándolas para culatas de armamento...
Seguimos hablando casi hasta el mediodía cuando ya la punta de ganado sesteaba a la sombra de un serval al que le había caído un rayo un par de años antes y había perdido la mitad de su copa…se me figuró un ejemplar de consideración. Me explicó que el ganado tomaba la sombra del serval, pero no la de las nogueras porque sus hojas sueltan nogalina y no les gusta, “no era buena para sus panzas…”.
Y por fin, después de un trozo de queso y pan y unas pocas uvas y un traguillo de vino; pude yo meter baza en el asunto este del día de los árboles, del día Forestal Mundial, que como me dijo “no es un día de fiesta, pero tendría que serlo, Antonio, porque un bosque es más que un árbol, es una reunión de muchas criaturas de Dios”
Le hablé de mi interés por todos aquellos árboles que son…” sí, Antonio, lo sé, los que buscas son los rarillos, aquellos que se diferencian de los demás porque, aunque nacidos de la misma tierra, han salido más larguiruchos o se han criado más hermosos o tienen unas formas que no se te olvidan”.
Ante semejante descripción solo me faltó besarlo porque vino a resumir el objetivo de estos treinta y pico años de trabajo en busca de esos “alternativos” árboles, los anti-sistema, los versos libres de una naturaleza, la almeriense, etiquetada hasta la saciedad con adjetivos para llorar, porque esa es la vocación que se le ha adjudicado, la de territorio dramático, falto de nutrientes y repleto de inconvenientes que hace que anide en ella una vida llena de fragilidad y endeblez, apenas superviviente. La aparición de un gigante leñoso más parece un milagro mariano, quizás de ahí le venga esa tendencia actual de aislarlo como elemento más que complemento de la foresta filabreña, esa comuna de amor libre como bien la definió mi amigo Miguel, el amores.
Parece casi imposible retomar antiguos esfuerzos pedagógicos para volver a poner en valor esta tan cacareada incapacidad y menosprecio del tapiz vegetal almeriense, de lo que le acompaña y lo hace crecer. Intentos tan antiguos que se olvidaron y que a tenor de lo que se sigue leyendo, escuchándose estos días, sobre la impostada jerarquía de los seres vivos en la naturaleza, y su valoración pública, deberíamos ser conscientes de que lo realmente valioso es el conjunto y su sonido sincopado, es decir, el bosque. Y haberlos, los hay, en esta provincia almeriense.
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