En el pliegue de dos universos visuales que se miran de frente. A dos mil metros de la ‘Casa Grande’ de Fuente Victoria (siglo XVIII: fuente, historiador Joaquín Gaona), que no fue Palacio del Rey Chico Boadbil ni posada de Juan de Austria. A medio kilómetro de la iglesia de San Juan Evangelista de Benecid, con su camarín barroco, erigida antes de la Guerra de las Alpujarras. Allí, en una suave atalaya que separa las laderas del río, el Andarax, despliega sus alas el puente colgante de Fondón, ya restaurado.
Bajan ahora -en esta primavera incipiente- con cierta agitación las aguas de la sierra. Un laberinto de acequias esconde su destino entre los grandes árboles de la ribera. Se abre paso el senderista por la hierba fresca de los caminos empedrados. Y polvorientos. Pequeñas cascadas acompañan al rumor del agua, que salta como un niño a los pies de un columpio viejo, ese verbo grácil que ahuyenta los espíritus de la sequía en la vega frondosa de Fondón.
A cien metros del puente, unos críos se mecían aprovechando una cuerda recia que, atada a un árbol, cruzaba el río a vista de pájaro. Se oyen los pasos de un par de señoras, el chasquido de las hojas que adornan aún el suelo, las palabras cruzadas de quienes se cuentan la vida a trozos mientras queman colesterol con estoicismo.
Alguien, octogenario a primera vista, camina hacia Benecid con una azada en la mano. Parsimonioso. Remangado. Sonrisa congelada. Dispuesto a agachar el espinazo para morder la tierra, donde “el agua abre un ancho relámpago de espuma” (Neruda). Cuenta las horas para agotar los últimos troncos de leña, “al amor de la lumbre cuya llama como una cresta de la mar ondea” (Unamuno), sabedor de que cada invierno que pasa más vieja es la chimenea.
Clarea la tarde. Abraza al ávido dominguero la estación que nace. El invierno, que se resiste a dormirse, sueña aún con negras nubes y días cortos. Mas la luz se alarga y las flores pintan los suelos de esperanza coloreada: florece todo, silenciosamente, caprichosamente, milagrosamente. Arriba, en los montes, despiertan las aves a las que embrujó la luna (Martí).
Con la primavera
viene una ansiedad
de pájaro preso
que quiere volar.
Incauta, alegre, revoltosa. De anchas hojas, la primavera de Benecid “¡va loca de soles y loca de trinos” (Gabriela Mistral). Por sus cauces verdosos, el musgo, enamorado de las piedras mudas. Aguas que reposan en las balsas de riego, de tonos verdosos. Eras y balates enseñorean su historia mora y cristiana. Cultivos de terraza, ensoñación medieval. Frutales y olivos y almendros de flor anticipada. Cañaberales. Y zarzas. Y espinos. Alamedas cíclopes, “donde arriba canta el pájaro y abajo canta el agua” (Juan Ramón). Y aroma. El perfume del agua límpida. La fragancia balsámica del romero y las orquídeas.
Por el puente colgante pasan dos críos. Adolescentes o casi. Abrazados. Ajenos al espectáculo hermoso del agua que ruge. Ensimismados e indiferentes. Con su loción de hormonas palpitantes. Salpican sus besos, mientras aquello se tambalea. Carcajean. Se descuajaringan. Murmullos de amor, bisbiseo de pasión que habita en la pubertad que no pasa dos veces. Y abajo, la savia. El arroyo humilde. La torrentera que, a veces, se parece a un río. La espuma, diamante blanco. Es agua con sed. Sueños, que dijo Lorca:
Y el agua se lo lleva cantando de alegría-
¡Manos blancas, lejanas,
nada queda en las aguas!
Desde la ribera. A la sombra de un olivo. El caminante sueña en la colmena naciente. El agua ahora canturrea, elogio del abril que viene.
Como los verderones y los jilgueros, que celebran, nada ingenuos, el regreso barroco y florido de la juventud. Transida de monotonía invernal, la naturaleza de Fondón, por donde el puente, espera, como Machado, “hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”.
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