Manuel Leon
13:18 • 27 feb. 2012
Fue un tórrido mediodía de sábado en el atochar de Khalfallah cuando ocurrió todo. Allí, en ese cráter de fuego, estaban arrancando esparto, con la espalda doblada, jornaleros de Tabernas, de Níjar, de Dalías, de Carboneras, de Rágol, de Mojácar, de casi todos los confines de Almería, junto a murcianos y alicantinos, peritos en el arte de manejar la hoz.
Era un 11 de junio de 1881 en esas tierras extranjeras, colonizadas por los franceses, donde miles de emigrantes almerienses, con su camisa de alamares, su faja ancha y las alpargatas hundidas buscaban unos francos con los que aminorar la miseria, mientra sus mujeres e hijos aguardaban en los tinglados, picando el esparto que ellos recolectaban para la compañía Franco-Algerienne. Quedaban escasos días para su vuelta a la península tras terminar la temporada del espartizal en Argelia.
Habían sido contratados meses antes por industriales levantinos como los Campillos y Manuel Fuentes para este duro trabajo que ellos conocían como la palma de su mano.
Les habían ofrecido buenas ganancias, pasaje gratis para ellos y sus familias y anticipos económicos. Cobrarían siete francos al día, con derecho a economato en el campo de trabajo, a 30 kilómetros de la pequeña ciudad fortificada de Saida, próxima a un desierto más árido que el de los Campos de Tabernas.
Estaban, con el lomo ya fatigado desde el alba, a punto de dar de mano para ir a descansar y tomar agua de zarzaparrilla con un trozo de pan de higo.
En esto que empezaron a ver de lejos caballos cabalgando hacia ellos en una nube de polvo. Eran razzias cabileñas, independentistas, dirigidas por el caudillo Bou Amama (el hombre del turbante). llegaron por sorpresa, rodeando los campos de atochas y a los jornaleros almerienses indefensos, desenvainaron sus espadas y empezaron a pasarlos por el filo del metal, mientras exhibían sus cabezas como trofeos.
El pánico de apoderó del campo de trabajo, con cientos de muertos, transformándose en una necrópolis de esparteros muertos o mutilados que solo podían defenderse con hoces y piedra. Los insurrectos se dirigieron luego a los tinglados, violaron a las mujeres e incendiaron los carros de esparto hasta acabar con una cosecha de 8.000 toneladas y haciendo rehenes.
Era la manera que tenían los radicales argelinos de enfrentarse al colonialismo francés que administraba su país desde 1830: destruyendo sus prósperos negocios de esparto muy demandado por la industria papelera de la época y asesinando a sus peones, la mayoría emigrantes almerienses.
Francia no se responsabilizó de la matanza de españoles en Saida y hubo incluso algún periódico de Orán que lo relacionó con el malestar musulmán “por el trato que daban los gitanos españoles a los moros y especialmente a las moras”.
Los que pudieron sobrevivir al terror huyeron a través de los arenales hasta llegar a las puertas de Saida. Los relatos de las víctimas en la prensa de la época eran escarnecedores: “A una mujer embarazada de ocho meses la abrieron en canal, despedazando el hijo que luego le pusieron de almohada; a otros compatriotas almerienses le han sacado las uñas a pedazos y los ojos en carne vica; han violado a doncellas y a los niños los lanzaban por los aires parándolos al caer con sus picas” (La Crónica Meridional).
La noticia no llegó a la España presidida por el Gobierno de Sagasta hasta el 18 de junio y a partir de esa fecha comenzaron a arribar barcos de repatriados repletos de lisiados, viudas y huérfanos.
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