Juan Rodríguez Mula (Cuevas del Almanzora, 1957) acaba de ingresar en esa nueva habitación de la vida en la que uno, sin darse cuenta, empieza a nutrirse de recuerdos más que del abordaje de nuevas aventuras. Juan ‘el Patata’, mitad cuevano, mitad garruchero, casi sin darse cuenta, se ha convertido en un contador de batallas, abandonando la franela del guerrillero. Por eso, ahora, en el otoño de su vida, sus días transcurren entre sus caminares bajos los árboles de Villaricos a Muleria o entre sus tragos en el bar del Gato al mediodía.
Pero eso es ahora, cuando le ha llegado el descanso del guerrero, porque 50 años atrás era un muchacho de 14 años que se subía a un andamio que llegaba casi a las nubes para pintar de blanco los apartamentos de la legión de veraneantes de Mojácar: cónsules, pintores de brocha fina, noctámbulos, renegados de Madrid, periodistas y demás fauna de aquellos años gloriosos.
La vida de Juan el Patata, pintor de brocha gorda -que se acaba de jubilar después de medio siglo pintando casas y más casas del primer turismo de Mojácar- empezó en la calle Cervantes de su pueblo, al lado de la Guardia Civil. Su padre, Juan como él, era corto de vista y vendía cupones de ciego con una pinza de madera pillada a los boletos en la camisa, de bar en bar, de calle en calle, diciendo aquello de “hoy los compras, mañanas los tiras”. Su madre, Cleofasa Mula Campoy, oriunda de Garrucha, se dedicaba a limpiar ajeno en casas como la del médico Atanasio de Haro.
Él, Juan, reduce su vida en un podscat de cuatro minutos, pero sus vivencias dan para mucho más. Siendo un muchacho, entró a trabajar con Andrés Valero, el Cartulina, su jefe de 20 años. Y con él y con un cursillo de la antigua PPO (Promoción Profesional Obrera) aprendió Juan el oficio de pintar: cómo había que preparar una pared, cómo lijar una puerta, cómo acrisolar la chamberga con la dosis justa de aceite de linaza y de secante. Pintó, como el pintor de Machín, la Iglesia Parroquial de su pueblo entera, hasta la cúpula, subido a nueve piezas de andamio con tablones, amarrado a una cuerda, como un náufrago de las alturas frente al altar mayor, como si fuera el mismísimo Miguel Angel bajo la cúspide de la Capilla Sixtina. Y también el cementerio de San Miguel, siempre antes de que se hiciera de noche, por si acaso.
Y fue, junto a su jefe Andrés, el pintor que blanqueó entero el Pueblo Indalo y el Parque Comercial de Mojácar que promovió José Luis Gallego, junto a Paco Flores y José Ramón Rodríguez Pedrosa. Y el que enmoquetó el Hotel Continental, colocándose con el pegamento. Y el Cine Regio de Vera y la Cementera de Carboneras y tantos de esos chalets, desde la Cueva del Lobo hasta Terreros, esas casitas con las que soñaban los veraneantes a quienes tanto impresionaba esa mano de blanco armiño que le imprimía Juan el Patata con la destreza de un renacentista. Y los bungalows de Cortijo Grande de Polansky y hasta los tronos de San Juan, a los que daba barniz con la devoción de un monaguillo. Toda su vida, la de Juan, pintando, a la manera en la que Forrest Gump corría.
Solo faltó el día que se escapó con la novia
En medio siglo, 50 años, Juan el Patata nunca faltó al trabajo, nunca se puso malo, nunca se quedó dormido. Tan solo hubo una excepción requetejustificada. Cuando llamó a su jefe: -”Andrés, que me he escapado con la novia esta madrugada y no puedo dejarla sola”. Tenía 22 años y al poco tiempo se casó, tras la regañina del párroco don José Alascio. Antes había hecho la mili en la Armada y le tocó el buque escuela Juan Sebastián Elcano. Estuvo 45 días sin ver tierra, pero se averió el barco y no pudo llegar a dar la vuelta al mundo como estaba previsto. Al volver trabajó también de camarero los fines de semana en la Boncalo y en Gitanillos.
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