Su nombre apenas trasciende el entorno social de los pueblos más diminutos de Los Filabres -Tahal, Alcudia, Albanchez, Uleila del Campo, Tabernas, Sorbas, Benitagla-, en cuyos dominios era observada como una mujer con espíritu de liderazgo. Aunque donde más se le conocía era en la jurisdicción del que fue su terruño: Fuente de la Higuera. Allí, en aquella aldea de Benizalón de medio centenar de vecinos, junto a una rambla seca, entre balsas, bancales y acequias, olivos y almendros deseosos de lluvia, norias viejas abandonadas y pozos destapados y sin agua, allí se forjó la personalidad libre y costumbrista de Regina Rubio Ávalos.
El cuatro de septiembre de hace tres años moría Regina a los 88 años. Mes y medio antes, a finales de julio, Regina y Miguel, su inseparable compañero de viaje, se hacían sus últimas fotos en la carpa de las fiestas de Santa Ana. Aquel día llegó a domesticar a su corazón debilitado y, desafiando a la fatiga, ofreció a los suyos su particular diatriba política, entre el rigor analítico, el cabreo sin postureo, una fanta de limón y un rosario de sonrisas para descongelar el momento.
Cómo no iba a estar allí, si ella era el alma creadora de aquellos festejos. Desde los años 80, Regina era una preclara activista política y, más que eso, una precursora de los asesores de gobierno de hoy, solo que ella no cobró jamás por las horas de teléfono compartidas con los alcaldes de turno y era incapaz de armar discursos si no prevalecía antes el interés general al partidista. Regina fue concejal con el Centro Democrático y Social (CDS) y, más tarde, ya en los 90, cuando el sueño de Suárez se desvanecía, emergió en las listas de una rareza de nombre INDAL.
Fue justo en esa década cuando Regina alcanzó el máximo poder de seducción y hubo un día, a principios de los 90, en que aquella mujer de pequeña de estatura pero gigante capacidad de influencia lanzó un órdago al alcalde de Benizalón: había que convencer al presidente de la Diputación para financiar la construcción de un templo católico. Decía Regina que Fuente de la Higuera era una población que podía haber encajado en la China comunista porque allí nunca hubo lugar de culto: ni misas, ni comuniones, ni nada que se le parezca. Así que la idea era del todo loca. Tanto, que fue la Diputación y no el Obispado la institución que pagó la obra y el vecino Francisco García, hoy empresario, quien dio forma a una iglesia bellísima, de estilo convencional, campanario en doble altura y una iluminada planta baja con vistas a Monteagud.
Aunque Regina era democristiana y centrista, Fuente de la Higuera también fue precursora en la celebración de esas asambleas vecinales que, con la crisis del bipartidismo, puso en éxtasis a Podemos. Fue en uno de esos foros donde unas cuantas mujeres decidieron que debía ser Santa Ana la patrona de la aldea. Y como no había un duro -que los duros aún se cobraban caros-, emprendieron una campaña de donaciones, de cortijo en cortijo, de tal suerte que no hubo una Ana en aquellos contornos que no aportara algo para la nueva santa: santa en honor a la mujer más longeva, la vieja Ana. Aquella primera imagen apenas superaba el metro, pero con el tiempo encargaron una talla a tamaño real. Casi un cuarto de siglo después, hoy luce con esplendor cuando asoma la última semana de julio. El resultado de aquella locura es que un buen puñado de jóvenes y de mayores, gentes sin costumbre de celebrar una eucaristía porque nunca hubo iglesia, ni cura, ni hábito alguno, adoptaron a Santa Ana como la abuela de todos.
En 1996, con Emilio Cid como alcalde de Benizalón y Regina como asesora en la sombra, nacen las primeras fiestas de Fuente de la Higuera. Aquella mujer de tics nerviosos había conseguido armar, en compañía de otras mujeres entusiastas, el mayor punto de encuentro entre amigos, familias y generaciones. Pero no fue el templo y Santa Ana y sus fiestas lo único que queda de aquella Regina imperturbable. En años en que nadie quería vender bancal alguno al Ayuntamiento para crear servicios públicos, Regina cedió gratis un trozo de monte para construir las pistas polideportivas. Y se hicieron. Y los jóvenes y adolescentes abandonaron la rambla y sus piedras y, desde ese día, los solteros y los casados, los del Barça y los del Madrid, empezaron a jugar arriba.
En la última procesión de Santa Ana el calor castigaba duro. La banda de Los Gallardos ponía la mística musical. Regina, andar ya lento, subía por última vez las cuestas empinadas. Llegó hasta el barrio del Pilar, a donde tantas veces peregrinó para ver a su hermana María. Pasó por la fuente del colegio rural, hoy centro social. Atravesó la casa de Isabel. Alcanzó el club de los viejos, en cuyo salón preparó decenas de viajes. Dejó atrás el horno de Luis, donde se hacían las tortas de chicharrones más sabrosas de Los Filabres. Llegó hasta la casa de la Anica, la de Rosario, la de José, la de Ángel y Carmela, la de Manuel e Isabel, la de Eduardo y María, la de Rafael Ángel, la de Juan Guillén. En la era bailaron a Santa Ana y se emocionó. Y ya no pudo aguantar las lágrimas hasta que la talla, con el himno de España, volvió al templo del cruce de caminos. Le costó. Vaya si le costó. Pero ella sabía bien lo que era la fe.
Su nombre se escribe en letras mayúsculas. No solo porque llegó a comer con Suárez -y hasta aconsejarle-. No solo por ser la primera gran asesora de la política moderna rural. No solo por eso. Regina hizo mucho ruido y, cada vez que un vecino pasa por donde el parral de su terraza, cree estar viéndola negociar con el alcalde. O repartiendo cartas. O vendiendo Coca-Colas en su viejo bar. O un par de zapatos de Blanes en su tienda vieja.
Es Regina, palpitante esencia de una mujer de servicio. Y principios.
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