Tenía el estudio en la antigua calle Calvo Sotelo donde se dejó las pestañas revelando aquellas fotos en blanco y negro que hoy llenan los álbumes y las viejas cajas de galletas de todo el pueblo. Antonio López, el fotógrafo de la Garrucha de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, de los ochenta y de los noventa, se ha ido a los 91 años, dejando tras de sí toda una colección de imágenes para la nostalgia, para la añoranza, para la memoria colectiva de un pueblo que ya es ciudad con más de 10.000 habitantes: rostros, calles, plazas, rincones, convites, que -quién lo diría- ya empiezan a volverse sepias tras un tiempo que parece que ocurrió ayer.
Tenía Antonio el despacho en la antesala de su casa, donde los niños y los mayores íbamos a hacernos las fotos de rigor, cuando aún casi nadie podía disponer de una cámara casera. Allí nos recibía con afecto Mariana, su mujer, señalándonos dónde nos teníamos que poner para la foto y alargándonos de una leja un peine y un poco de agua de colonia, como si el buen olor ayudara a mejorar el retrato. Y después de eso salía Antonio detrás de la cortina, como un prestidigitador, armando la cámara sobre el trípode y diciéndonos con su voz nasal: “Vamos nene, que no tengo todo el día, mírame y no te muevas”. Y de inmediato disparaba y se accionaba el flash en un instante supremo.
Por el estudio de Antonio pasábamos todos los muchachos y las muchachas del pueblo a hacernos la foto del colegio, de los carnavales, de nuestro primer DNI. No se hacían retratos por gusto como ahora, siempre había un porqué. La vida de Garrucha, de los garrucheros de esa época, giraba en torno a las fotos de Antonio: las de la boda de nuestros padres, las de nuestro bautizo, las de la primera Comunión. Él era como el notario que levantaba acta con yoduro de plata de todos los hechos cruciales de nuestra vida.
Antonio nació en 1931 en un cortijo de La Jara, en una familia, la de los Alforos, dedicada a la siembra de cebada, panizo, garbanzos, que después vendían en el Mercado. Al volver de la Mili en Cartagena, su hermano Rodrigo le enseñó el arte del relevado. Se compró su primera máquina alemana, una Balda, y se puso a hacer fotos como retratista ambulante. Agarraba Antonio la bicicleta y se iba al Muelle a hacer las fotos de los barcos el Día de la Virgen o se recorría la procesión del Corpus haciéndole fotos a todos los niños con el uniforme de marinero y las niñas con el vestidito blanco de gasa, imágenes en las que nunca faltaba la monja Sor Carmen, experta como ella sola en aparecer siempre en el encuadre. Iba también por las ferias de Turre, de Mojácar, de Guazamara, haciendo fotos al paso, como minutero se decía antes y volviendo al día siguiente con las imágenes ya reveladas para venderlas a los retratados.
Era mucha la competencia que había entonces: estaba Gira, Miguel Forteza del Rey y su hijo Pepe, como antes habían estado Facundo y Pepe Garrido. Pero con el tiempo, tras emigrar su hermano a Brasil, se quedó como fotógrafo en solitario del pueblo. Y fue cuando prosperó con nuevas cámaras como la Retina y la Nikon, dejando un poco la calle y centrándose en el estudio, siempre con sus positivos en blanco y negro, con su papel kodak para las grandes ocasiones, hasta que su hijo Lucas fue tomando el relevo con el color. Se jubiló Antonio en 1996, cuando apenas balbuceaba la fotografía digital que él ya no trabajó, porque su tiempo fue otro: el de las fotos de los novios abrazados junto al faro; el de los amigotes junto a la baranda del Malecón repeinados y vestidos de domingo con el Pósito de fondo; el de las bodas del Pimentón o de la calle Ancha: el de los retratos escolares en el patio junto a los maestros don Adolfo o don Juan Martínez o la señorita María Jesús; el tiempo, en definitiva, de aquel Antonio López que se ponía en el altar a atrapar el instante en el que don Diego depositaba por primera vez la sagrada forma en nuestra lengua infantil. Descansa en paz Antonio, tu huella permanece en miles de fotografías después de más de 40 años de profesión, que son la memoria de aquel pueblo que tu recorriste en bicicleta y que ya se ha ido y que gracias a ellas -a esas imágenes reveladas con esfuerzo en el cuarto oscuro de tu casa de la calle Mayor- podemos de vez en cuando recordar, que es otra manera de volver a vivir.
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