En esa mina de Cataluña que se ha convertido en una mortaja para tres geólogo, según hemos visto en el Telediario, en ese pueblo payés de Súria que está de duelo por la muerte de tres personas en las galerías de la mina de potasa, se dejaron también el sudor, el alma y algunos hasta la vida muchos almerienses del Levante. Seguro que en algunas casas de Mojácar, de Turre, de la Sierra de Cabrera y de Bédar, de Sorbas y de Los Gallardos, ha habido hoy un sobresalto cuando en las noticias algún anciano ha escuchado el nombre de ese pueblo pequeño de la Barcelona profunda de Josep Plá; seguro que se le han saltado las lágrimas de recordar el trabajo de tantos años en esas galería oscuras arañando la potasa con un pico en la mano y una bombilla atada a la frente. Seguro que sí. Fueron muchos años y fueron muchos los almerienses que allí marcharon como emigrantes a ahorrar un dinero con el que volver a casa y poder comprar un roal de tierra y unos animales.
Fue a partir de 1912 cuando se descubrió el mineral que servía como fertilizante y blanqueador cuando se inició el éxodo almeriense y de otros rincones pobres de España, como si de una fiebre del oro se tratase. Llegaban en carros y tartanas de todas partes para ser asignados con un trabajo duro pero bien remunerado. Como Súria no daba abasto para albergar a tanto forastero que llegaba a trabajar, algunos almerienses se alojaron en casas de familiares en Manresa, a 15 kilómetros, otra de las ciudades de aluvión para la emigración del sur.
La potasa supuso una revolución californiana para todo ese valle catalán y para cientos de familias andaluzas, especialmente almerienses. Hasta allí llegaron familias como la de los Flores del Aguaenmedio, con el patriarca Frasquito el Santo a la cabeza, los Zamora de La Adelfa, los Cánovas de Benínar, Paco el murciano y otros tantos. Allí los hombre se dejaron la piel bajando en parejas con una cuerda a 900 metros de profundidad a por el mineral. Tantos inmigrantes llegaban que se tuvo que construir un poblado minero (como aquí se hizo en las Menas de Serón y en El Arteal de Cuevas) y lo bautizaron con el nombre de Santa María y había calles con nombres de pueblos almerienses: calle Mojácar, calle Turre, calle Sorbas. Eran barracones donde las mujeres guisaban a las espera de que sus maridos volviesen de la mina, criando hijos que aún viven y que tienen todos esos días grabados aún en la memoria. Se calcula, según el libro de la historia de Iberpotash en Barcelona, que más de 200 familias almerienses trabajaron en las primeras décadas del siglo XX en esas minas.
Fue pasando el tiempo, algunas familias de mineros volvieron y otras se quedaron y echaron raíces en Manresa, donde siguen sus descendientes, volviendo los veranos a la tierra de sus antepasados en el Levante almeriense. Allí sigue abierta una confitería llamada Caparrós, un bar de tapas llamado Alcazaba, una ferretería llamada La Fuente de Mojácar. Fueron años duros. Ya casi nadie se acuerdo de esos tiempos de la Potasa y los que se acordaban se han ido muriendo, excepto algunos que ayer pegaron un respingo en la butaca cuando vieron sacar los cuerpos de esos geólogos del fondo de la mina, esa mina en la que ellos también sudaron, se tiznaron y de la que, tras un derrumbe traicionero en la galería, tuvieron que recoger algún compañero muerto para subirlo a la superficie y enterrarlo.
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