Manuel Leon
23:29 • 14 abr. 2012
Ana Sánchez Casado andaba más nerviosa que nunca esa mañana del 19 de febrero de 1916. A sus 27 años era la primera vez que salía de Turre, su pueblo. Y lo hacía a lo grande, rumbo a la Argentina, a bordo del Príncipe de Asturias, la envidia de la marinería mercante española, un vapor transatlántico de 160 metros de eslora construido en 1914 en Glasgow. Ella no quería, pero su padre, el tío Juan Sánchez Alías, de La Carrasca le empujaba. “Nena, te tienes que ir con tu esposo”. Se había casado hacía un año con un paisano jornalero que ya en el convite nupcial le había enseñado el pasaje que tenía comprado para irse a Mendoza, a la vendimia, a ahorrar unos duros para a la vuelta comprar un cortijo con tierras y animales.
Anica se resistía a marcharse con él, prefería esperar sus cartas, pero el padre había sentido historias de indianos que se iban, se juntaban con otra mujer y ya nunca regresaban. Hasta el último momento se resistió la turrera, en la oficina de don Luis Gay Padilla, el consignatario de la naviera, en la Puerta Purchena. En la expendeduría le pusieron problemas para embarcar por no tener la documentación en regla. Pero la porfía del progenitor valió más que las razones del oficial puntilloso y Ana, con un billete de tercera clase en la mano, subió por fin como Kate Winslet por la escalinata al lujoso barco, el Titanic español como le llamaban en la prensa de la época.
Desde la cubierta, con lágrimas en los ojos, sacó el pañuelo blanco de hilo para despedir a su padre, al que ya no vería nunca más, mientras las hélices empezaban a mover el armazón de acero en franca salida por la bahía de Almería dejando atrás las figuras diminutas de centenares de almerienses que acudieron al Muelle a admirar el vapor correo y a despedir a sus familiares. A bordo iban casi 400 pasajeros y 190 tripulantes bajo el mando del capitán José Lotina. Habían partido del puerto de Barcelona haciendo escala en Valencia para cargar arroz, en Almería donde embarcaron 53 personas, Málaga y después Cádiz y Canarias rumbo al puerto brasileño de Santos antes de arribar por fin a Buenos Aires.
Era el último viaje transoceánico de una de las joyas navales del pais, dotado de, camarotes de lujo, maderas nobles, telegrafía sin hilos, salones de música, ventiladores eléctricos, servicio completo de baño y hasta millonarios excéntricos y emigrantes hacinados como en la película de Cameron.
Todo iba a pedir de boca, habían avistado ya costas sudamericana hasta que el domingo de carnaval se formó una brusca tempestad que fue apretando conforme anochecía. El buque se encontraba ya en aguas brasileñas, en una zona de bajíos y arrecifes, frente a la provincia de San Sebastián. De madrugada la calima se espesó y el Capitán Lotina perdió toda visibilidad. Tras intenta una maniobra evasiva, ya de madrugada, el buque se encontró de frente con una gigantesca roca que abrió una brecha mortal en el doble casco del barco.
Todo ocurrió muy rápido, con la mayor parte del pasaje y la tripulación en medio del sueño: en diez minutos la vía de agua hundió la proa y levantó la popa del Príncipe de Asturias hasta que se hundió debajo de las negras aguas.
Feneció así el sueño de 40 almeriense -solo se salvaron tres- que se ahogaron en esta catástrofe; campesinos humildes de pueblos como Beires, Tabernas, Fondón, Níjar, Sorbas, Albanchez; gente a quien un domingo de piñata, el océano les arrebató la ilusión de prosperar y emprender una nueva vida.
Anica se resistía a marcharse con él, prefería esperar sus cartas, pero el padre había sentido historias de indianos que se iban, se juntaban con otra mujer y ya nunca regresaban. Hasta el último momento se resistió la turrera, en la oficina de don Luis Gay Padilla, el consignatario de la naviera, en la Puerta Purchena. En la expendeduría le pusieron problemas para embarcar por no tener la documentación en regla. Pero la porfía del progenitor valió más que las razones del oficial puntilloso y Ana, con un billete de tercera clase en la mano, subió por fin como Kate Winslet por la escalinata al lujoso barco, el Titanic español como le llamaban en la prensa de la época.
Desde la cubierta, con lágrimas en los ojos, sacó el pañuelo blanco de hilo para despedir a su padre, al que ya no vería nunca más, mientras las hélices empezaban a mover el armazón de acero en franca salida por la bahía de Almería dejando atrás las figuras diminutas de centenares de almerienses que acudieron al Muelle a admirar el vapor correo y a despedir a sus familiares. A bordo iban casi 400 pasajeros y 190 tripulantes bajo el mando del capitán José Lotina. Habían partido del puerto de Barcelona haciendo escala en Valencia para cargar arroz, en Almería donde embarcaron 53 personas, Málaga y después Cádiz y Canarias rumbo al puerto brasileño de Santos antes de arribar por fin a Buenos Aires.
Era el último viaje transoceánico de una de las joyas navales del pais, dotado de, camarotes de lujo, maderas nobles, telegrafía sin hilos, salones de música, ventiladores eléctricos, servicio completo de baño y hasta millonarios excéntricos y emigrantes hacinados como en la película de Cameron.
Todo iba a pedir de boca, habían avistado ya costas sudamericana hasta que el domingo de carnaval se formó una brusca tempestad que fue apretando conforme anochecía. El buque se encontraba ya en aguas brasileñas, en una zona de bajíos y arrecifes, frente a la provincia de San Sebastián. De madrugada la calima se espesó y el Capitán Lotina perdió toda visibilidad. Tras intenta una maniobra evasiva, ya de madrugada, el buque se encontró de frente con una gigantesca roca que abrió una brecha mortal en el doble casco del barco.
Todo ocurrió muy rápido, con la mayor parte del pasaje y la tripulación en medio del sueño: en diez minutos la vía de agua hundió la proa y levantó la popa del Príncipe de Asturias hasta que se hundió debajo de las negras aguas.
Feneció así el sueño de 40 almeriense -solo se salvaron tres- que se ahogaron en esta catástrofe; campesinos humildes de pueblos como Beires, Tabernas, Fondón, Níjar, Sorbas, Albanchez; gente a quien un domingo de piñata, el océano les arrebató la ilusión de prosperar y emprender una nueva vida.
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