Las arrugas de la frente que esculpe el sol, las manos encallecidas, los brazos como fibra de carbono tostada. La disposición al trabajo que muestras cada vez que te remangas y el gesto de apoyarte sobre la cadera para descansar mientras esperas en la cola del supermercado. Tu cuerpo habla: eres una mujer del campo.
A partir de los años 70 del siglo pasado se llevó a cabo el milagro almeriense. Las familias que levantanban desde cero cada muerto del invernadero transformaron una árida zona de desierto en una huerta de hortalizas. A este sistema lo llamaron economía familiar y hasta el feto trabajaba. Nuestra protagonista Lucía Pérez creció en este ambiente cuando salía del colegio iba a trabajar al campo de su familia.
Eran otros tiempos y las familias de campo tenían un único vehículo. La furgoneta se utilizaba para llevar el género a la subasta para ir a una comunión o salir a pasear los domingos. Lucía se ríe su gesto quiere decir -coño, lo que lleva una pasado-. Era el año 1998 cuando se dio de alta como autónoma en la agricultura.
Sé a que se refiere la agricultora porque yo también provengo de este mundo. A los 8 años me sentaba al lado de mi padre en la cabina de su flamante camión de segunda mano, un progreso que nos permitía mayor carga de géneros frente a la furgoneta. Esperábamos la cola en la alhóndiga para descargar nuestras hortalizas y que entraran a la puja. Todavía era una niña, pero ya no era tan pequeña y estaba acostumbrada a acompañar a mi padre a mirar la pizarra de precios agrícolas.
En el momento de la subasta de géneros la alhóndiga es un sin dios, hay que llegar a tiempo a la hora de la venta. Los agricultores hacen cola apresurados para que los mozos descarguen sus hortalizas y vender al mejor precio. Los carretilleros corren cargados con palets que pesan alrededor de 500 kilos, el recinto es enorme, del tamaño de un campo de fútbol. Allí se disponen largas filas de berenjenas, tomates, pimientos y otras horatalizas. Los compradores se amontonan como coyotes hambrientos y revuelven las cajas para ver qué van a comprar. Algunos agricultores revolotean alrededor en un intento de vender al mejor precio su partida. La diferencia de cinco céntimos el kilogramo puede suponer ganar o perder 1000 euros ese día, así que toca pelear por lo tuyo.
Yo me movía con soltura por aquel mundo lleno de testosterona hasta que un día me dijo mi padre: “Melanie no te bajes que aquí hay muchos hombres”. Como buena hija que era, obedecí sus palabras. Todavía no había reparado en que la agricultura era cosa de machos en los años 90. Tampoco conocía a Lucía. Tremenda jaca que aculaba su furgoneta en el muelle de la alhóndiga y remontaba ella sola unas 20 cajas de 25kg al máximo de altura que le daban los brazos.
En aquel tiempo esta mujer fue un referente y a día de hoy lo sigue siendo. Primero porque forma parte de ese 20-30% de mujeres al frente de una explotación agraria según los últimos datos del Instituto de Estadística y Cartografía de Andalucía. Y segundo por sus cualidades de espíritu dignas de admiración.
El día que concertamos la entrevista Lucía había llegado unos minutos antes de la hora acordada. Ya había pedido su café. Me senté al otro lado de la mesa observándola sonreír y tocarse una oreja como señal de nerviosismo. A pesar de estar muy familiarizada con la prensa -escribió una columna de opinión durante dos años para el periódico El Ideal de Almería- se mostraba reservada. La agricultora no compartiría sus miserias, ni la receta de la hormona que se pone al calabacín, el famoso porro.
“Hay dos cosas que son secretas en este mundo: la receta de la Coca-Cola y el porro. Un agricultor jamás te dirá qué contiene la hormona”, me dijo con sorna. Salí rápido del apuro. Argumenté que no quería ver un cultivo de calabacines ni en pintura porque son muy delicados, dan mucho trabajo y a veces el rendimiento económico es bajo. Entonces Lucía cortó mis prejuicios: “Los mejores agricultores hoy en día son los que cultivan calabacines porque consiguieron sobrevivir al virus de Nueva Delhi del año 2015”.
A día de hoy la empresaria tiene dos hectáreas de tierra que alterna entre cultivo de berenjena y pimiento California. “El pimiento me da más tranquilidad y puedo aguantar el fruto. No es como el calabacín que si llueve lo tienes que coger, si tiene el peso lo tienes que coger, si está nublado ya estás alerta”, ella gesticula dejando ver su energía y fuerza. Literalmente tiene unos bíceps muy bien formados. Saqué mi bola para mostrar mis progresos como agricultora y ella me tumbó en medio gesto: “Hasta que no se te pongan como los míos, nada”, las dos nos reímos a carcajadas.
Lucía tiene sus claves para la conciliación del trabajar y ser mamá. Repetir la misma rotuna todos los días sin descaso paso factura. Así que planta pimiento porque le permite una mayor vida social, descansar los fines de semana y escaparse tres días al mes a la montaña, la ciudad, o simplemente mimarse un poco.
“Cuando mi hija tenía 10 años me di cuenta de que vivía en una rutina muy grande y el psicólogo me dijo que tenía que entrar en sociedad. Me dio una lista de actividades que podía hacer como baile, clubes de montañismo o ir al teatro. Elegí el montañismo y empecé a hacer actividades como barraquismo, espeleología y senderimso”.
Mis ojos se abrieron de emoción. Delante de mí tenía a una jefa, agricultora, guapa, con las manos duras, pero con la manicura perfecta. Detrás de la fachada había más: una Lucía aventurera, inconformista, idealista, valiente, honesta y ante todo inspiradora.
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