Un relato de Truman Capote en la Almería rural

Cristian Ionel, de Transilvania como Drácula, envenenó a sangre fría a sus dos hijas pequeñas

Imagen del presunto asesino de sus hijas, Cristian Ionel.
Imagen del presunto asesino de sus hijas, Cristian Ionel. La Voz
Manuel León
00:13 • 20 mar. 2024

Chistian Ionel, el filicida de Alboloduy, nació en Bistrita, una ciudad rumana del tamaño de El Ejido situada en Transilvania, la región legendaria del conde Drácula. Era del Barcelona, a tenor de sus fotos con la camiseta azulgrana en las redes sociales, y llegó a España con la ilusión de ganarse la vida en el campo y de construir una familia con Alina, una jovencilla alegre como un cascabel y paisana a la que dejó embarazada de Larisa con apenas 18 años, cuando él tenía 28. Se fueron a vivir primero a la zona de Nacimiento y al poco tiempo al Cortijo del Fraile, en el barrio de la Estación de Gérgal, donde nació Elisa, su segunda hija. 



Cristian, que aún no se había convertido en un vampiro, bregaba en los invernaderos, mientras Alina se dedicaba a la casa y a la crianza de la niña. Pero pronto se torció. Y cuando ella aún estaba embarazada a él se le olvidó todo ese deseo de construir un hogar, todas esas aspiraciones de hacer un tronco con las ramas de sus hijas; se le olvidó todo eso al presunto malvado y  aparecieron los guantazos y los moratones, los cardenales y los chillidos de miedo. “Le daba unas palizas de muerte”, recuerda Antonia Contreras, alcaldesa de Gérgal y vecina también del barrio de la Estación. Qué movió a ese hombre, joven aún, rubio como la cerveza, a destruirlo todo y casi matar a su cónyuge; qué se le pasó por la cabeza para meter tanto infierno en lo que nació, aparentemente, como un nido de cariño. De eso han pasado ahora algo más de dos años. Justo cuando un vecino denunció a la Guardia Civil la violencia que se oía en esa casa y ella, Alina, la casi adolescente Alina, desapareció del entorno del maltratador transilvano. Los servicios sociales de la Diputación se la llevaron a una casa de acogida de Almería y de allí a una de Granada. Hasta que la tempestad se aplacó un poco por el paso de los meses. 



Alina, la zurrada Alina, decidió dejar entonces la casa de amparo e irse a Abla donde conocía a algunas amigas rumanas, tras separarse de su marido con una orden de alejamiento en ristre. Él, mientras tanto, había abandonado el cortijo gergaleño y se había trasladado a cuidar una finca solitaria donde había un cortijo que más que cortijo era choza de pastores, sin agua corriente ni luz eléctrica, en el paraje de Las Alcubillas, en el término municipal de Alboloduy. Hicieron supuestamente las paces o, al menos, aparentemente, como el caimán que simula calma antes de atacar mortalmente, Cristian dio muestras de querer normalizar la relación con las hija desde la distancia. Por eso acudió hace un año a Abla, antes de que llegaron su mujer y las pequeñas, a alquilar una casa para ellas a Juan Sánchez Ocaña, el juez de paz. “Era un hombre joven muy callado y educado, hablaba  bien el español y nos dio confianza y nos pagó religiosamente”, recuerda Juan, quien le arrendó la casa que había sido de su suegra en la antigua Nacional 340, al lado del Día. “Creíamos que eran matrimonio, pero luego supimos que estaban separados”.



Alina, a tenor de los vecinos que la conocen en ese pueblo de poco más de mil habitantes, ha sido muy feliz en los últimos meses. Encontró una nueva pareja en Ismael, un marroquí trabajador del campo que le auxiliaba con todo. Y ella, la rumanita maltratada, alegre y aficionada al reggaeton, echaba una mano limpiando en el bar La Esquina, de José María, a cambio de una ayuda. Allí estaba Violeta, una de las decanas de la emigración rumana en Abla que también le favorecía en todo lo que podía, junto a Angeles y Pablo. Por la mañana, Alina llevaba a la niña mayor de cuatro año, Larisa, a la escuela donde se iba haciendo de amiguitas, expresa uno de los maestros, José Manuel Ortiz Bono, en el colegio Joaquín Tena. Y tras ello, un café con sus amigas en el bar de José María y a trabajar un poco limpiando la terraza o la barra del establecimiento o echando una mano como pinche en la cocina. “Lo peor era cuando le dejaba las niñas al padre, siempre estaba intranquila, y este último domingo más porque el padre no respondía, nadie imaginaba el desenlace”, explicaba ayer José María, el dueño del establecimiento. El alcalde y abogado, Javier Sánchez, interviene y expresa que “Alina es muy extrovertida, la conoce todo el mundo, es muy joven aún, nadie esperaba esto”. 



Ayer había mucho silencio en el pueblo, ni los perros ladraban, en esa rotonda de entrada en la que reluce el mausoleo romano y la fachada del Pintao, con la nieve derritiéndose al fondo del paisaje de Sierra Nevada por  tanto calor inesperado como hizo ayer en la comarca. Abla ya no será la misma en mucho tiempo, al menos entre la comunidad rumana que ha recibido un duro impacto con el asesinato de dos niñas a las que un presunto monstruo de Los Cárpatos les ha seccionado una vida cuando aún eran una semilla. Dónde habrá ido a parar toda esa vida por vivir de Larisa y Elisa, cercenada por su propio progenitor una mañana limpia de domingo; una mañana en la que al presunto criminal se le fue el norte y el sur, el este y el oeste de la testuz; y cuando quizá las niñas estuvieran aún desperezándose en esa choza inmunda de los tiempos de transhumancia,  cuando empezaban a pedir la leche del desayuno, les dio a beber un vaso de veneno líquido, como si fuese Colacao, con el que mantenía a raya las plagas del pimiento.



Tardó todo el día, quizá, en darse cuenta de lo que había hecho, almorzó con los cuerpos envenenados de las niñas a sus pies a las que él mismo había engendrado. Y pasó la tarde quizá oyendo los partidos del fútbol, el triunfo de su equipo, el Barcelona, con dos cuerpecitos inertes como paisaje en medio de la nada, de una oscuridad rural que hasta a un presunto vampiro como él le daría miedo. Pasaron las horas. “José María, he llamado al padre de mis niñas y no coge el teléfono en todo el día”. “Llama a la Guardia Civil”, le contestó el hostelero. Y llamó Alina a la Benemérita, al tiempo que se subió en el coche con su pareja Ismael y llamó también a un cuñado de Cristian. Llegaron a Las Alcubillas, a unos veinte minutos de Abla, y cuando derribaron la puerta se encontraron con el espanto, con Dante, Boccacio y Petrarca de un solo golpe, con el infierno mismo, con las dos niñas ya frías y con el autor de ese pavor agonizando con el líquido fertilizante de plantas aún en los labios de presunto vampiro. Llegó la Guardia Civil, el juez, se llevaron los cadáveres a Almería para realizar la autopsia; y Alina regresó a Abla, cuando ya se empezó a correr la voz por el pueblo y la llevaron al centro médico donde la drogaron con tranquilizantes. “José María, que me han envenenado a mis niñas”, le dijo esa misma noche a la una de la mañana al dueño del bar La Esquina. Ya no era ella, ya no era Alina, había envejecido veinte años de golpe, cuando solo tiene 23; ya no era la Alina que salió de Rumanía siendo una adolescente, cuando aún el que creía que iba a ser el amor de su vida, el padre de sus niñas, aún no había mostrado su verdadera cara.





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