Marcharon allí mojaqueros, turreros, cuevanos, gente de Benínar y de Lucainena, de Alcolea y de Adra. Como si de una fiebre del oro se tratase, centenares de almerienses acudieron a un pequeño pueblecito de Cataluña llamado Suria porque habían descubierto una mina de Potasa.
Fue en la primavera de 1912 y justo ahora se cumplen cien años. En esa localidad de la Cataluña profunda, a 15 kilómetros de Manresa, están celebrando estos días el aniversario de un descubrimiento que los llenó de prosperidad. Aún continua dando vida al pueblo este negocio minero bajo la gerencia de una multinacional israelita. La potasa supuso una revolución californiana para todo ese valle catalán y para cientos de familias andaluzas -especialmente almerienses- que hasta allí emigraron en busca de hacer ahorros para volver luego y comprarse un cortijo con unos animales. Hasta allí llegaron familias de los Flores del Aguaenmedio, con el patriarca Frasquito el Santo, los Zamora de la Sierra de Mojácar, los Cánovas de Benínar, Paco el Murciano y otros tantos. Allí los hombres se dejaron la piel bajando a setecientos metros a por el mineral con el que se fabricaban fertilizantes para toda Europa y sal común. Siempre en parejas, por seguridad, como la Guardia Civil. Eran las primeras décadas del siglo XX cambalache y no paraban de llegar andaluces hasta Suria. Tanto que se tuvo que construir un poblado minero (como aquí hicimos en Las Menas de Serón o en El Arteal de Cuevas). Lo bautizaron como Colonia Santa María. Eran barracones donde las mujeres guisaban a la espera de que sus maridos volviesen de la mina, criando hijos que aún viven y que tienen todos esos días aún grabados en la memoria. Iban a la fuente a por agua y se encargaban de asear a sus retoños, perfumarlos con agua de colonia antes de llevarlos a la escuela. Más de doscientas familias almerienses habitaron el poblado.
Fue pasando el tiempo algunas familias de mineros volvieron, otras se quedaron y abrieron negocio en la vecina Manresa, donde siguen sus hijos y nietos: una pastelería denominada Caparrós; un bar de tapas llamado Alcazaba. Fueron años duros. Ya casi nadie se acuerda. Pero en esa conmemoración que llega este año a tierra catalana, a ese pueblecito cercado de pinos, hay mucho sudor almeriense derramado debajo tierra.
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