El Patio de Luces de Navarro Rodrigo, donde palpita el corazón latino de la provincia, se llenó ayer de Vera; se llenó del color verde de su glorieta, del amarillo de su arena, del aroma de las frutas del mercado; se llenó, el Palacio Provincial, de gente de Vera, de José Antonio Flores, de Diego Alonso, de Diego Núñez, de José Maria Soler, de José Carmelo, de Juan de la Cruz y se llenó de concejales y de su alcalde Alfonso; y se llenó sobre todo, la casona de Juan Lirola, en esa tarde de primavera, de torticas de avío, del color escarlata de las gachas, del aroma a pimentón y a hierbabuena y a harina panizo y a ajo cabañil y del tembleque de las natillas y de los dulces de los Padres Mínimos y del sabor a rabo de toro y del aroma a regaliz de los mejores vinos de España. Se llenó de todo eso y de más; pero se llenó, sobre todo, de unos ojos grandes emocionados, dentro de un traje rosa chicle, que cogió el micrófono, y habló más -generosa- de su compañero Antonio que de ella misma. Fue un acto emotivo en la capital de la provincia, junto al centenario Mercado, aunque Manola, la protagonista, tenía su pensamiento en la calle del Mar, en la cocina donde su suegra Beatriz la enseñó a enharinar el pescado como se enseña el crisol de los metales, en esa Terraza Carmona en la que su marido, ante cualquier dificultad exclamaba, apretando los machos “Para adelante”.
Estaba la Manola real en el estrado, frente a un público entregado, con el escudo recién instalado en el pecho por Javier Aureliano, y estaba su sosías detrás, con un mandil blanco, frente a una cazuela de barro llena de garbanzos tiritando. Y no se sabía a ciencia cierta cuál de las dos era la auténtica y cuál la impostada. E iban saliendo videos de monjitas y de tres amigas majas, amigas de verdad, de cinquillo y mesa camilla, de esas que te regalan una maceta cuando menos te lo esperas. Y aparecía Manola en cocinas de medio mundo con Antonio Carmona o aparecía con ellos el futbolista David Beckham o Antonio Machín o con su hijo cocinero haciendo gurullos con las manos. Y se acordó Manola de sus años de catequista, cuando salía con una campanilla por la calle, avisando a los niños como una flautista de Hamelín. Lo dijo Javier Aureliano: “Cuando veo a Manola, veo a mi madre”; ayer, Manola era eso, el escapulario de todas las madres almerienses; en ella estaban contenidas todas esas matronas, como en una gota de agua está el universo entero. Porque Manola es como una gioconda que te mira permanente a los ojos, te pongas donde te pongas. Y el alcalde acordándose de los bocadillos que le hacía de niño y su primogénito Ginés aclarando que es un premio compartido para todo el pueblo de Vera. Ayer, Manola fue la Mbappe de Almería, la matriarca italiana de una película de Fellini, el tronco, junto a Antonio, de tanta rama que ayer posaban con ella: hijos, nueras, nietos, bisnietos, toda una prole veratense en la que ella es -sigue siendo- la púa del abanico que se despliega en una tarde de toros en Vera. Ella ya no es Manola de Vera, ya es Manola I de Almería.
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