Hace un lustro que se puso en venta y ahí permanece encallado, ajándose la madera por la escarcha del parque, junto a la escalinata por donde un día ascendió la borbona Isabel.
Port of Spain no ha levantado cabeza, no ha abierto sus puertas ni un solo día desde que -de este mundo- se marchó su patrón Chistian Salas, ese almeriense asimilado, medio parisino medio oranés, que presumía de acumular en el anaquel de roble más de 50 clases de whisky de malta. Se fue él y pinchó el embrujo del Port of Spain, un tabernáculo de culto en la no tan lejana Almería.
Por allí aparecía, de vez en cuando, a tentar el piano Kayros con aspecto enigmático; o Fina Martín a cantar por Conchita Artés; o Muñoz Molina, quien relató alguna vez en el Abc sus madrugadas en este camarote del Parque arrabalero, del que se escurría por el alféizar la música de Sinatra, de Pink Floyd o de las bandas de jazz. Allí se presentó la revista Rayuela y se echaba la penúltima copa de los viernes. Había libros de Renoir repartidos por las mesas, decoración china y bajo la mesa un gato que estornudaba cuando olía a perfume barato.
Fue irse Chistian y morir todo eso, ese aire colonial que impregnaba al Parque el Port of Spain, esa impresión de estar dentro de un galeón pirata tomando vasos de ron.
Chistian, nacido en Orán y amamantado en París, encontró en 1980 en Almería, con vistas al viejo Parque, un prontuario donde impartir lecciones de hospitalidad marinera con acento francés. Ahora su Port of Spain, su galeón almeriense, permanece frente a los ficus y los columpios infantiles, sin presente y sin futuro, con mucho pasado. Con un cartel de ‘se vende’ que se eterniza en el tiempo.
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