El ritual se pergeña los domingos en la calle Trajano. Llegado el mediodía, la artería, que vertebra las Cuatro Calles con la Plaza de Los Burros, se arracima. Y uno observa como el personal peregrina con mayor intensidad para coger sitio en alguna de la sillas de tijera de las terracitas primaverales; para encaminarse al prontuario de la Plaza de la Catedral a alguna Comunión, a alguna boda de postín; o para apañarse un pollo en casa de Miguel Angel Montoya, un cocinero con reposada biografía frente a la lumbre. Allí se ve al maestro, con su delantal blanco mirando cómo las aves desnudas se doran al fuego lento. Y el personal espera con el hambre de Carpanta a que Miguel Angel les trinche el animalillo, acompañado de salsa, patatas y berenjenas.
Ocurre todos los domingos y fiestas de guardar: como comer migas cuando llueve, como comer pipas del kiosko viendo pasar al Resucitado.
Tras el paseo dominical, tras el aperitivo matutino leyendo el periódico, viendo jugar a los hijos por algún parque del centro, a uno le temblequea la hiel pensando en las alas y en los muslos del pollo bien cocinado a las finas hierbas.
Miguel Angel, vende pollos con la misma ilusión del que vende (perdón, vendía) un adosado con piscina. Un oficio beatífico reflejado en las Escrituras: dad de comer al hambriento. Y Miguel Angel calma, apacigua, satisface, mucha hambre dominical y permite el asueto un día a la semana a la ama o amo de casa. Es el ritual del aceite caliente, de la carne dorada, del bendito pollo dominical.
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