Por una carretera vieja va un señor viejo, con su silla a cuestas, entre eucaliptos y barrancos de vértigo, en busca de una majada libre de ruido. Camina la silla, con el hombre a cuestas, por la vía que une Uleila con Montahur, el Cerro de la Virgen, como quien levita, liberada, y acaricia el sueño de una excarcelación terrenal. Allí también, Machado, hay cortezas que son fechas de enamorados. Árboles que tienen nombre. Nombres que tienen árboles.
Hay en la silla una mujer ciega. Es insignificante. De pequeña, casi inmaterial. Es ciega, pero no sorda. Sabe escuchar a quien susurra palabras de vida o de socorro. Odia los gritos. La altanería. Se cuela, extramuros, en los recónditos escondites de la soledad. Es confidente en las noches de insomnio. Ignota con los secretos del alma. Pero no ve. Y ahí está su corpulencia, su espíritu indómito, su ser en potencia. La mujer ciega que habla y sonríe hasta en los albores del peor atardecer, que eso es es la radio, acompaña al hombre en su destino. De súbito, cuando el corazón del viejo rebosa arrugas y memoria, llama a todas las musas la señora:
Sea Juanito Valderrama.
Suenan, entonces, unos sones y un rosario con diente de marfil. Y el viejo, que aún no es viejo del todo, vuelve su mirada al pantano de Mequinenza. Regresa, de pronto, a la partida de obreros que emigraron con media maleta. 1966. Hay chopos y álamos blancos y el Ebro ruge con virilidad en aquellos páramos de Aragón. Allí está él otra vez. Es domingo y, al otro lado de España, entre espartales y tomillares, almendros y el Santo Cristo, una madre cuida de sus muchos hijos. El viejo, que ahora es cuarentón, descansa en una barraca a la espera del alba del lunes. Hay más ausencias que presencias. Piensa en aquel cruce de calles del Barrio Alto, empinadas como collados sin fin. Allí debían estar, revoloteando, aprendiendo en la intrepidez de la edad niña. Allí, ella. Y en el mar de Aragón, él. La vida. La necesidad.
Aunque soy un emigrante, jamás en la vida yo podré olvidarte.
La canción se apaga y la mujer ciega, que es muy lista, ordena a las hadas:
Sea Manolo Escobar.
Y con los tanguillos de los Escobar... se va la sospecha de Mequinenza. Y vuelve, como una acuarela de aguas vaporosas, la carretera que va a Zofre. Pintada está la noche. Se fueron nostalgias y presentimientos y empieza a gozar el viejo, alborozado, con la insustancial jaranería de una guitarra.
Son las siete de la tarde. Las seis en Canarias.
A cuatro kilómetros de aquella atalaya hay una aldea filabreña separada por una rambla mustia que nace en tierras de Tahal. Bien parece el San Petersburgo de tía Polly, a orillas del Misisipi, solo que los niños no podían escabullirse de la escuela, como Tom, porque solo había un maestro. Allí, junto a una caldera que destila tomillo, a los pies de una balsa de riego y ranas y algas de campo, tintinea un transistor en Fuente de la Higuera. Es Juan Manuel Gozalo: Radio Gazzeta de los Deportes. Ha jugado ese día el Barça en Papendal (Holanda) el primer partido de la era Cruyff. Un chiquillo escucha, tórrido verano:
El FC Barcelona de Johan Cruyff ganó esta tarde por 1 a 6 su primer amistoso ante el SC Varsseveld. El primer gol lo ha hecho Eusebio.
Hasta 14 crónicas escuchó aquel joven en aquella fea radio negra que un día compró su padre. Era el gran momento del día, solo superado por las carreras de Perico Delgado, aquellas partidas retransmitidas de fútbol-chapa con los cromos de Panini y las mañanas de Champions en las que unos colegas jugaban cuesta abajo y otros, cuesta arriba, y el recreo se eternizaba hasta que el equipo de Rafael, el maestro, metía siempre un gol más.
Era una radio espiritual, sin clase, pero no falló nunca. Sola, extramuros, en el territorio hostil de la AM, aquella cruzada de letanías pudo informar del golpe de Tejero a don Agustín.
Juan, que mi hijo está allí –lloraba, desconsolado.
Y Juan lo llevó hasta Manuel. Y allí, poniendo el oído en el aparato, aquel bonachón esperó, entre oraciones, el final del delirio. No, aquella radio un poco anárquica no falló jamás. Allí estuvo siempre. En los temporales de invierno, amiga de chimeneas y papas asadas. Dando color a la voz quebrada de aquellos locutores que inmortalizaron a Maxi y a Rojas y a Rolón. Rumor de Navidad, niños de San Ildefonso. Sonsonete de crepúsculos sin sueño. La radio que acompañaba debajo de un olivo. Que viajaba a la ciudad cuando la feria y no protestaba cuando alguien la tiraba al suelo. Fea, ciega, pero cómplice. De una complicidad fiel. Emancipadora. Compañera del viento. Siempre casi jubilada, mas nunca muerta.
Retorna la radio a la carretera de Uleila. No va solo Antonio de vuelta a la Casa Vieja. Ha parado en los prados de la música, ha vuelto a Mequinenza. Con ella. Con esa mujer que es palabra, que a tientas camina, que nada pide a cambio de todo, que huye del selfie y de la apariencia, que obliga a las neuronas a moverse, que alfabetiza y evangeliza y a veces es muy política y puñetera y otras, otras muy alcahueta.
100 años tienes, mujer pobre y ciega, y has visto pasar a tantos enterradores... Te arrinconaron cuando llegó la tele. Te amortajaron cuando llegó Internet. Te dijeron vieja. Señora con discapacidad. Una Matusalén andante. Pero los fósiles son otros. No la mires. No la ves. Déjate abrazar. Seduce. Embriaga. Abuela de nanas. Se aferra al lenguaje universal, el primero que recibe un feto: la voz de su madre. Es su promesa de amor. Su pacto con el futuro: no mirará jamás mientras haya camioneros y taxistas, claxon de coches, glorias y desastres y gente noctámbula de esperanza.
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