Aparecen por primavera, como aves precursoras de las ferias y jaranas de la provincia. Cuando se evidencia la socorrida metáfora tipográfica de ‘Almería arde en fiestas’. Son los jornaleros del pentagrama; los esforzados de la partitura; los titiriteros de los pitos y timbales. ¡música, gandules! -les suelen soltar en la plaza de toros de Almería.
Llegan las fiestas a todos los pueblos, pedanías y anejos y empiezan a desfilar las queridas charangas sonando por Paquito el Chocolatero o por Georgie Dann. Cuando las calles se llenan de gente, de terrazas en las plazas, de cervezas y pinchos morunos, ellos sacan a relucir su bonhomía y su querencia a la música, no menos que la de Brahms. Componen el paso, con sus modestas camisas blancas, sus pantalones y faldas azules, y, como por arte de magia, empiezan a derramarse canciones de ‘ayer, de hoy y de siempre’. Suenan los clarinetes, percuten los timbales, resoplan los saxos y requintos, emerge el bombardino, retumba el tambor.
Cuando los almerienses más disfrutan, ellos más trabajan: se levantan de madrugada estas benditas bandas y charangas almerienses a dar la alboreá en el pueblo más perdido de la provincia. En Cuevas están Los Petetes con Música y Cobetes; en Carboneras, la charanga Arría el Bote; en Los Gallardos, los Cánovas Boys, son un clásico desde hace décadas. Quién no se ha despertado la mañana de algún santo patrón con los petardos y la música optimista de estos eternos grupos musicales.
No son orquestas de cámara, pero más allá de la pachanga, son profesionales de la música, que tocan con esa alegría antigua con la que nuestros abuelos bailaban pasodobles.
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