Dentro de unos días, oficinas de Cajamar, del Carrefour y el Alcampo, redacciones de periódicos, consultoras, bufetes de abogados, despachos de economistas o constructoras como Jarquil, se verán asaltadas por la irrupción espontánea y hormonal de los becarios de verano.
En estos tiempos de aflicción, de penurias laborales, ser becario, ser aprendiz, como decían nuestros padres, es un lujo asiático. Ya no llegan los meritorios con corbatín y raya en el pelo como antaño, pero hay algo que sobrevive: la emoción de lo primero. Legiones de púberes en edad de merecer sustituirán a los peritos, que colgarán momentáneamente los trastos, ocuparán sus bancas con la suntuosidad del que sienta en una catedral y cobrarán su primero sueldo, que siempre recordarán, como se recuerda el primer beso.
El director del PITA, Alfredo Sánchez, rememora que sudó su primer dinero dando clases particulares que se gastó en vinillo de Jerez; con la primera paga en el Clínico de Granada, el urólogo Megino le compró un anillo a su novia; Paco Vargas, de Asaja, recibió sus primeros veinte duros por tareas agrícolas y se compró El Lazarillo de Tormes; Benito Gálvez, que fue presidente de la Audiencia de Almería, tras recibir su primer sueldo como secretario de juzgado en Andújar, pagó el primer plazo de una Trial Bultaco; el historiador Andrés Sánchez Picón ganó sus primeras rubias como administrador de los alquileres de la Casa de Las Mariposas; y el empresario gallardero Emilio Ruiz se colocó de mozo de almacén en una imprenta barcelonesa.
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