La calle de la Palma es un refugio de tradiciones, uno de los últimos reductos donde los vecinos se siguen reuniendo en las noches de verano como antes hicieron sus abuelos y sus padres. Salirse a la puerta con una silla forma parte de una forma de vida que mantienen intacta aprovechando ese carácter de lugar apartado, de rincón perdido de arrabal que todavía conserva esta antigua calle, a tan sólo unos metros de la Plaza de Toros.
Las tertulias nocturnas de la calle de la Palma le deben mucho a sus casillas de planta baja, a las viviendas de puerta y ventana que siguen siendo mayoría en la zona, habitadas por familias que han ido heredando las casas y también las costumbres. Qué difícil es encontrarse con una reunión de vecinos en una acera de una calle de grandes bloques de pisos donde la gente suele vivir de puertas hacia dentro.
La vecina más antigua del lugar se llama Rosalía Gallart Cruz. Nació en la calle en 1931, cuando la República y no piensa salir de ella. Desde entonces no ha dejado de cumplir con el ritual de tomar el fresco al relente y compartir su vida y sus historias.
A veces, cuando se cruza en el calendario un cumpleaños o el santo de algún vecino, las tertulias se transforman en banquetes donde no falta una sartén de migas o la paella reglamentaria. Después, cuando las horas van despejando las aceras y sólo los más trasnochadores se atreven a doblar el cabo de la madrugada, van apareciendo las viejas historias de siempre que son la memoria colectiva de la calle. Entonces, las más veteranas recuerdan aquel caso tan sonado de la criada de doña Joaquina, la panadera, que ocultó su embarazo durante nueve meses sin levantar ninguna sospecha y dio a luz en la azotea para dejar abandonada a la niña en un rincón del ‘terrao’.
Todavía hay quien recupera el perfume que dejaba en la calle el horno de la panadería de Intendencia donde hacían los chuscos para los soldados del Cuartel y el olor de los embutidos de Benahadux que colgaban del techo de la tienda de Juan Ortega.
María López López, que ya ha cumplido 93 años, recuerda que su marido era carnicero, el oficio que más abundaba entre los vecinos del lugar, y que su casa fue la primera que tuvo televisión en una época en la que la calle de la Palma estaba llena de niños que volaban en bandadas por las largas noches de estío.
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