Usted, lector, si tiene menos de 50 años, podría no haber venido al mundo, no haber nacido, sus padres habrían muerto contaminados, como todos los padres de esta provincia y comarcas contiguas, hasta un radio de más de 300 kilómetros, según un informe desclasificado de la Agencia Americana de la Energía (DOE).
Si hubieran detonado las cuatro bombas H de 6 megatones que cayeron desde el cielo de Palomares, 75 veces más potentes que las atómicas de Hiroshima y Nagasaki, hace justo hoy medio siglo, Almería entera hubiera sido barrida del mapa como en la apocalíptica película Armageddon de Bruce Willis.
La pobre Almería, la penúltima provincia de España en renta en esas fechas, se habría convertido en un cementerio nuclear, un territorio lunar barrido por la radioactividad, sellado por el plutonio y con cientos de miles de personas alopécicas, con huesos y sangre envenenados por la por la inevitable nube radioactiva.
El milagro de San Antón
Todo eso hubiera ocurrido a las 10.22 de la mañana del lunes 17 de enero de 1966, en la que en Cuevas, la Hermandad de San Antón celebraba el sermón y la convidá con habas y tocino, en Palomares, don Pedro, el maestro, enseñaba aritmética a sus alumnos, en Garrucha, los pescadores calaban los palangres y en Carboneras, Eddie Fowlie, el amigo del cineasta David Lean, se encaramaba a una montaña, como en una premonición, para capturar la única imagen que se conserva de la bola de fuego en el aire, en el instante mismo del choque de los aviones.
Unos segundos antes, el superbombardero gigante norteamericano capitaneado por Wendorff, se había aproximado al avión cisterna para repostar queroseno a más de 9.000 metros de altitud encima del cauce seco -como una calavera versaba Sotomayor- del río Almanzora.
Al lado, otra pareja de avión cisterna y B-52 estaban a punto de finalizar la labor de acopio de combustible y fueron los que informaron del fatal accidente de los aparatos siniestrados. La operación tenía que ser rápida y sencilla, pero algo falló, los aparatos chocaron sobre el golfo de Vera, el cielo se incendió como en un bíblico apocalipsis y ya nada en esa humilde aldea española, almeriense, cuevana, volvió a ser igual.
Apocalipsis bíblico
Murieron calcinados siete tripulantes, tres se salvaron al caer en paracaídas al mar y otro al ser socorrido en tierra.
No detonaron los espolones atómicos porque no iban activados, aunque si armados, pero dos de ellos se resquebrajaron en la caída, explosionó la carga de dinamita exterior y se liberaron hasta diez kilos del fatídico plutonio, que con el tiempo se ha empezado a degradar en americio radioactivo.
Otra bomba sucumbió intacta en paracaídas sobre el lecho del río y un cuarta fue rescatada 80 días más tarde -como la vuelta al mundo de Fog- tras un hercúleo despliegue naval, en una sima marítima a varias millas de la costa.
No ocurrió la hecatambe nuclear, Almería siguió siendo Almería, porque no hubo explosión en cadena en el cinturón de protección del núcleo de las dos bombas rajadas, una posibilidad remota pero no imposible, según Randall Maydew, asesor de la Sandia Corporation, la mayor institución americana en investigación de armamento nuclear, que visitó la zona en esos cruciales días del accidente.
Fue milagroso que ningún habitante, ninguna vivienda de la pedanía, resultase afectada por esa lluvia de fuego, bombas, fuselajes, queroseno, motores y trenes de aterrizaje que se asemejó al fin del mundo. Un ala de avión se precipitó sobre el huerto de Antonio Sabiote, la niña Antonia Flores, que luego fue alcaldesa, se escondió aterrada en su casa junto a la que se desplomó uno de los proyectiles.
La tasca de Mula y la taberna de Montoya no sufrieron desperfectos, pero una vaca que se encontraba descansando, del soponcio de la explosión, dejó de dar leche y falleció.
El cielo azul se cubrió de humo y empezaron a llover trozos de acero sobre Palomares iluminados por el chorro de combustible incandescente. Explosiones y más explosiones, y la gente corriendo y aullando de miedo como si se tratase de un cataclismo en una mañana que se prometía tan apacible como la jornada laboral de un caracol.
Los primeros en llegar
Las llamas se extendieron por algunos bancales de habas y varios truenos culminaron los fuegos de artificio. El terror se apoderó del vecindario y sintieron la necesidad de huir hacia La Algarrobina. Notaron una explosión cerca del cementerio y otra a 60 metros de los pupitres del Colegio. El accidente, que le cambió la vida a esta sencilla pedanía cuevana, se pudo ver desde Sorbas hasta Carboneras y Guadix.
Aún no había tomado tierra el Capitán Buchanan, con su asiento pegado a las nalgas, cuando varios vecinos llegaron para socorrerle y envolverlo en una manta aterido de frío. En la camioneta del hijo del alcalde lo trasladaron al hospital de Vera donde lo curó el médico don Jacinto González.
Aparecieron también, de los primeros, por esa tierra de tomateras que aparecía sembrada de quincalla, el cura Navarrete hablando del milagro de San Antón, el Capitán Calín, el diplomático Rafael Lorente, el arquitecto barbudo Roberto Puig, que estuvo manipulando una de las bombas, y el secretario judicial, Esteban Carrillo que ordenó el levantamiento de los cadáveres.
En esos instantes, los pescadores de Aguilas Paco Simó, Bartolo Roldán y Alfonset, conseguían rescatar de las aguas a tres tripulantes más.
El sol continuaba en su sitio, las gallinas seguían triscando en el corral de Sabiote y los 1.500 habitantes de Palomares, una pedanía sin agua potable, con un solo teléfono público y un cine llamado Capri, trataba de seguir adelante. Del amasijo de restos de los aviones, los vecinos y la Guardia Civil consiguieron rescatar los cadáveres que fueron envueltos en mantas y trasladados a la capilla. Pequeños y mayores jugaban entre una montaña de amasijos, entre alerones y trenes de aterrizaje, observando el cráter que había abierto el artefacto nuclear. Unos y otros manipularon las bombas H sin miedo ni precaución.
La pareja de aviones que repostó junto a la siniestrada envió la señal de alarma al Pentágono y se extendió por toda la España yanqui: Flecha Rota en el sudeste español. Los mandos militares estadounidenses tomaron el camino de Palomares, a través del aeropuerto de San Javier. Entraron ya de noche por la carretera de Vera. Vieron el pueblo sin luz: la metralla había cortado los cables y al dueño del bar le confiscaron una lámpara de petróleo.
Los marines instalaron el primer campamento junto al río. Por la mañana, un intenso ruido de motores despertó a lo vecinos. Llegaban caravanas de camiones militares, helicópteros y avionetas cruzaban el cielo, como si fuera el Desembarco de Normandía.
El pueblo contempló atónito aquel despliegue de fuerzas, inédito en tiempos de paz. Llegaron periodistas y curiosos, pero ya se había empezado a acordonar la zona afectada y las palabras claves era top secret y no comment.
Valle de lágrimas
Empezaron a encalar las fachadas de las casas y a quemar la ropa y se prohibió consumir los restos de la cosecha, ni siquiera podían utilizar el pienso para los animales. Los americanos parecían dispuestos a pagar lo que fuese por suspender las tareas agrícolas y pesqueras. Hasta el domingo no apareció el Gobernador Gutiérrez Egea a quien los vecinos les reclamaron compensaciones por la cebada, por los tomates perdidos, por lechugas y pastos.
Empezó así el valle de lágrimas del vecindario por un suceso del que ninguna culpa tenían. Los pescadores de Villaricos, a los 15 días de no poder botar las barcas, hicieron un motín y amenazaron con quemar el campamento Wilson si no recibían un dinero urgente para comer. Al poco hubo reparto de alimentos de los americanos en la Plaza de la barriada cuando la gente empezaba a sentir hambre pura.
Se llevaron los hombres de Wilson 1.7000 toneladas de tierra radioactiva vía Cartagena para enterrarla en Carolina del Sur. “Ya está resuelto el problema”, exclamaron, ignorantes del estigma que dejaban del que hoy se cumplen 50 años justos.
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