De todas las razones que impulsan a miles de personas a acudir a la Plaza de Toros, hay una que resulta difícil de entender fuera del ámbito de la Tauromaquia. Una razón que se diluye conforme se expresa y que se proyecta en complejidades semánticas.
La respuesta al anuncio de una feria o de un cartel obedece a un rasgo antropológico que se da en varios países, entre ellos España. La supervivencia de dicho rasgo antropológico, que establece la posición del hombre y del animal dentro de un mismo sistema de valores posicionándose frente a frente, puede considerarse una especie de vestigio que se resiste a desaparecer, en discrepancia con un discurso que considera el trato al animal como un referente ético primordial. Hablar de antropología sobre la propia realidad no deja de ser arriesgado. Ser observador y objeto observado depara con frecuencia errores de apreciación. Supongamos que en la corrida del sábado en la Plaza de Toros de Almería, alguien se atreviera a abstraerse de la lidia, de las evoluciones del toro y del comportamiento del público en los tendidos y tratara de hacer un viaje imaginario en el tiempo, deteniéndose solamente en la presencia del picador, en el cuarteo del banderillero o en la postura el matador en la suerte suprema.
Estaría, probablemente, percibiendo la acción en el ruedo prácticamente con los mismos criterios que lo hace ahora, esperando emociones muy parecidas a las que sus antecesores en los tendidos experimentaron, sin entrar en aspectos estrictamente intrataurinos.
Supongamos -que ya es mucho suponer- que este espectador del túnel del tiempo descubriera que entre los espectadores se encuentran sus antepasados, exultantes de vida, sonrientes o con el rostro compungido por la emoción. Entregados a un debate acalorado o ufanos detrás del humo de un puro. ¿Se identificaría con esos personajes de ciencia ficción a la inversa?
Seguramente, la respuesta sería distinta para cada persona. Pero, muchas de estas impresiones redundarían en el mismo hecho: el poderoso influjo de lo que sucede de forma real e irrepetible; interpretable y sancionable desde criterios que se pierden en la noche de los tiempos.
Para los aficionados de hace cincuenta, cien o doscientos años, no ha habido nada parecido a los toros. Ni antes ni en cada generación.
El torero es -o aspira a ser- el oficiante de esta religión sin dioses cuyos dogmas nadie acierta a defender. El toro, por contra, encarna valores de otra dimensión. Deseables e inalcanzables a la vez.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/341/feria-y-fiestas-2021/220658/la-inexplicable-antropologia-del-toro