Cuando empezó en el oficio, allá por 1976, los jóvenes se daban tortazos por entrar en cualquier bar de camarero. Hoy, casi cincuenta años después, es complicado encontrar a un adolescente autóctono que esté dispuesto a dedicarse a la profesión. “No hay camareros. La juventud no tiene la necesidad que sí teníamos cuando yo empecé a trabajar”, asegura Ramón Belmonte tras toda una vida dedicada a servir detrás de una barra. Cada vez quedan menos jóvenes que estén dispuestos a perder la libertad de los fines de semana, a renunciar a los amigos y al ocio para dedicarse a una profesión que exige largas jornadas de trabajo a esas horas en las que los demás andan divirtiéndose y no ofrece, en la mayoría de los casos, una garantía de futuro. “Antiguamente llegabas a un bar para aprender el oficio y no ibas pensando si iba a ser o no para toda la vida. Lo importante era aprender”, comenta el empresario.
La vida laboral de Ramón Belmonte ha sido extensa y variada. Ha llegado a la recta final con cerca de cincuenta años cotizados, completando una carrera que empezó con 16 años, cuando entró a trabajar en la cafetería Los Espumosos del Paseo. No es que tuviera una vocación juvenil definida, es que necesitaba aportar dinero a su casa, a una familia de diez hermanos que se dedicaba a la pesca. El padre, Juan Belmonte, era el encargado de llevarse a la gente a Barbate en busca del atún. Como tenían que pasar largas temporadas fuera, su madre, Mercedes Espinosa, tenía que tirar de los hijos y llevarse la casa a cuestas.
Ramón había ido interiorizando desde pequeño el sacrificio de sus padres, la dureza de la vida, y no dudó en echar una mano a la familia. Cuando tuvo edad para buscarse la vida por su cuenta le llegó la oportunidad de aprender el oficio de camarero, entrando de aprendiz en Los Espumosos, que en 1976 todavía era uno de los cafés de referencia del Paseo. Aquella fue una experiencia corta, hasta que dio el salto al Baviera, uno de los bares de moda en los años de la Transición. Allí coincidió con Pedro Sánchez Fortún, propietario del negocio y maestro de la profesión, con el que aprendió los mandamientos del oficio. A finales de los años 70, el Baviera era el reino del pescado a la plancha y de las frituras. “Había días que tenía que encender la plancha a las diez de la mañana para poder llegar sin agobios a la hora de la apertura”, recuerda. El día fuerte del establecimiento no era entonces el sábado o el domingo como se podía pensar, sino los lunes. “Aquello era de locura. Los lunes eran en aquel tiempo los días en que venía la gente de los pueblos a hacer sus cosas a la capital y existía la costumbre de comer en el Baviera, por lo que había dos horas en las que no podíamos parar, sobre todo yo, que estaba en la plancha y en la freidora”, cuenta Ramón.
Fueron más de diez años en el Baviera. Allí se hizo camarero para siempre, aunque de alma inquieta. Si su padre se paso media vida buscando el atún fuera, él cuajó la carrera de camarero de un negocio a otro, como si fuera incapaz de encontrar la felicidad en el mismo lugar. Cuando dejó el bar de la familia Fortún hizo el equipaje y se fue a Campohermoso, a dar banquetes los fines de semana en el restaurante Omega. Pronto comprendió que aquello no era para siempre y regresó a la capital para probar suerte en el bar la Charca, que en los años 80 era una referencia en la calle Trajano, y después en el Hostal Guerry del Paseo. En 1991 se fue con Juan José Bautista a la Casa Sevilla, donde estuvo trabajando dos años. Tuvo dos experiencias en su barrio, el bar Pireo de la Plaza Pavía, y en el Lyon de la Carretera de Málaga, hasta que cansado de andar de un lado para otro decidió echar raíces en el bar del Hotel la Perla, donde aguantó cinco años. Un día decidió que había llegado el momento de hacerse empresario y montó la cafetería Belhe en la calle Joaquín Peralta, su última estación antes de llegar, allá por el año 2005, al Bahía de Palma, uno de los establecimientos históricos de Almería, auténtico santuario de los empleados del Ayuntamiento. Los tres primeros años estuvo a medias con el dueño y fundador del establecimiento, Diego García Cazorla, hasta que por fin formalizó el traspaso definitivo a cambio de cien mil euros.
Junto a su mujer, María del Carmen Hermoso, fue creciendo para que su negocio fuera ganando terreno en el territorio de la tapa. Sobrevivió al año más duro de la pandemia llevando comidas a las casas y ahora ha recuperado el vuelo gracias sobre todo a la fecundidad de la terraza que ha podido montar en la Plaza de San Fernando tras las obras de remodelación que llevó a cabo el Ayuntamiento.
Ramón Belmonte Espinosa, el hombre de los mil bares, el camarero itinerante, el planchista inquieto, está apurando sus últimos días en el oficio. El próximo mes de agosto tendrá que jubilarse, aunque lo suyo será como echarse a un lado para que su mujer y su hija sigan llevando el negocio. A él lo veremos sentado en su trono junto a la ventana principal, controlando en voz baja que los camareros no se entretengan por el camino y que la cocina funcione a toda máquina.
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