Los mercados actuales están repletos de tomates de distintos tipos y precios, pero incluso esta diversidad palidece ante la enorme diversidad de variedades que se han ido formando a lo largo de la historia. Las hay rojas, amarillas, rosas, redondeadas, achatadas, grandes, pequeñas, asurcadas, lisas… Sin embargo, los tomates silvestres son casi todos rojos, esféricos y muy pequeños.
¿Cómo, a partir de plantas silvestres de fruto uniforme, han conseguido los agricultores y mejoradores crear esta enorme diversidad agrícola?
La importancia de la diversidad
La diversidad no sirve solo para satisfacer nuestros paladares y adornar nuestras mesas: también es clave para nuestro futuro. Una especie uniforme difícilmente podrá adaptarse para superar problemas inesperados, como la aparición de nuevas enfermedades. La selección, tanto la natural como la artificial, funciona eligiendo las variedades más adecuadas para cada situación. Sin diversidad no hay evolución posible.
El tomate, como otros cultivos, disfruta de una gran diversidad morfológica y agronómica. Sin embargo, su diversidad genética, el conjunto de cambios genéticos que pueden encontrarse en las plantas, es muy reducida. Esto representa un problema para el cultivo. Durante el siglo XX, por ejemplo, los mejoradores han tenido que buscar genes de resistencia a enfermedades entre las especies silvestres porque la cultivada los había perdido durante su domesticación.
Además, resulta paradójico que esta especie cultivada disfrute de una diversidad de tipos de fruto tan amplia a pesar de haber perdido la mayoría de su diversidad genética con el paso del tiempo.
El peso de la historia
El tomate se domesticó a caballo entre las culturas agrícolas de Perú, Ecuador, México y Centro América. Esta domesticación, junto a los viajes asociados a ella, implicó una importante pérdida de diversidad genética.
Más tarde, en el siglo XVI, una pequeña representación de las variedades existentes en América fueron llevadas a Europa. Una vez allí el tomate solo fue cultivado por las clases populares de España e Italia. Las clases dominantes del viejo continente lo consideraron un alimento poco saludable y una mera curiosidad botánica.
Fueron precisamente estos humildes agricultores los que consiguieron, partiendo de la exigua diversidad llegada desde América, generar la gran diversidad de tipos europeos. En el marco del proyecto Traditom, financiado por la Unión Europea, se ha estudiado este cambio genético analizando 1.254 variedades europeas tradicionales.
Este estudio ha arrojado luz sobre la paradoja de cómo consiguieron los agricultores europeos generar una gran diversidad de tipos partiendo de una ínfima diversidad genética.
En su mayor parte, el genoma del tomate tiene muy poca diversidad. Si elegimos dos plantas al azar veremos que tienen secuencias genéticas casi idénticas. Sin embargo, en este desierto genómico se encuentran un puñado de oasis, pequeños trozos de genoma, en los que distintas variedades muestran tipos de secuencias muy diferenciados. Además, se ha podido comprobar que muchas de estas regiones de alta diversidad están asociadas con caracteres de interés, por ejemplo, con genes que controlan la forma o el tamaño del fruto.
Tanto el gran desierto como los pequeños oasis fueron esculpidos por la selección llevada a cabo por los agricultores. Cuando un agricultor selecciona de entre las plantas disponibles aquellas que prefiere, en general, reduce la diversidad del genoma, puesto que está descartando todas las variaciones genéticas de las plantas que deja de cultivar.
Sin embargo, cuando elige guardar variedades de fruto pequeño y, al mismo tiempo, otras de fruto grande, o de fruto rojo y amarillo, indirectamente, está preservando la diversidad de unas cuantas regiones del genoma, aquellas que controlan esos caracteres. A esto último se le denomina selección balanceadora.
En el análisis de las secuencias de las variedades europeas se han encontrado 298 posiciones altamente variables y se ha visto que muchas de ellas están asociadas a caracteres morfológicos seleccionados por los agricultores.
Además, los agricultores europeos también estuvieron atentos a la aparición de nuevas mutaciones. Por ejemplo, las variedades “de penjar” de Cataluña, Valencia y las Baleares o las “da serbo” del sur de Italia incluyen la mutación nor. Esta alteración genética permitió generar variedades cuyos frutos aguantan sin pudrirse durante meses.
La dilatada labor de los humildes agricultores italianos y españoles convirtió estas dos regiones mediterráneas en centros secundarios de diversidad. En estas dos zonas se desarrollaron numerosas variedades adaptadas a las preferencias y las condiciones climáticas y agronómicas locales. La mayoría de estas variedades tradicionales ya no se cultivan en la actualidad, o se producen para mercados muy locales, pero su legado sigue presente en las actuales. Casi todas las variedades cultivadas actualmente en el mundo tienen su origen en las presentes en una de estas dos regiones o en algún cruce entre ellas.
La revolución industrial
Hemos comentado que desde el siglo XVI el cultivo del tomate estuvo limitado a las gentes pobres de Italia y España, pero esto cambió a mediados del XIX. Poco a poco se fueron abandonando las antiguas teorías médicas que acusaban a las frutas y verduras de ser insalubres. Sin embargo, este factor, por sí solo, no hizo que el cultivo se popularizase en el resto de Europa y Norte América.
Hay que tener en cuenta que, antes de la aparición de los invernaderos, cultivar tomates en climas fríos no era sencillo y que, además, el fruto una vez cosechado no podía conservarse durante mucho tiempo. A estos problemas había que añadir que el cultivo era de temporada, por lo que su consumo estaba limitado a unos pocos meses.
Sin embargo, la revolución industrial cambió el panorama. Los nuevos barcos y los trenes de vapor consiguieron que los frutos pudiesen transportarse rápidamente. A finales del XIX, por ejemplo, las islas Canarias se convirtieron en centro productor de tomates para el mercado inglés.
Además, durante ese siglo, se fueron investigando nuevos métodos de conserva. El primer éxito notable fue el de Nicolas Appert, que a principios del XIX investigó un método de conserva en botes de vidrio esterilizados al baño maría. Este avance fue seguido por el desarrollo de las conservas en lata. Todo esto posibilitó la creación de grandes industrias conserveras exportadoras en Italia y Estados Unidos. Por otro lado, desde finales del XVIII la producción de semillas se profesionalizó y las nuevas casas de semillas comenzaron a crear variedades de un modo controlado y sistemático.
Por ejemplo, muchas de las variedades que se cultivaban para la exportación en las islas Canarias provenían de empresas de semillas estadounidenses e inglesas. A principios del XX estos mejoradores adoptaron los recién descubiertos conocimientos genéticos mendelianos y decidieron echar mano de la diversidad silvestre para paliar los problemas que estaba causando la pequeña diversidad genética subyacente del tomate cultivado.
El principal resultado de estos avances fue la incorporación de numerosos genes de resistencia a enfermedades provenientes de diferentes especies silvestres.
Estas innovaciones, seguramente de un modo no intencionado, también han terminado por introducirse en las variedades tradicionales. En el proyecto Traditom, por ejemplo, se ha observado que el 25 % de las plantas tradicionales estudiadas contienen genes modernos de resistencia a enfermedades introducidos por los mejoradores profesionales en las variedades comerciales.
Aprendiendo del pasado
Los agricultores y los mejoradores siempre han estado buscando las mejores variedades y para conseguirlas han echado mano de los conocimientos y los materiales disponibles en cada época.
La agricultura se enfrenta en la actualidad a un gran problema: alimentar de forma sostenible a una población creciente en medio de un cambio climático cada día más patente. Frente a estos retos debemos utilizar cualquier tecnología que nos permita mejorar los cultivos, a la vez que reducimos su enorme impacto medioambiental.
La alternativa que, por desgracia, hemos adoptado en Europa, desechar herramientas por motivos ideológicos, implica hambre y destrucción innecesaria de recursos naturales.
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