Poco después de terminada la Guerra , pasada en Chirivel durante los tres años que duró la contienda, mis padres tomaron la valiente decisión de irse a Granada, pensando en nuestra formación, intentando recuperar el tiempo perdido para los estudios.
La vuelta de vacaciones a Chirivel era siempre esperada con inmensa ilusión. En vísperas de la Navidad de 1944, volvió un día mi padre de la calle con noticias optimistas y cara de satisfacción.
“He comprado un coche estupendo”, dijo. “Lo hemos probado subiendo por Gomérez hasta la Alhambra, sin fallo alguno. Mañana nos iremos a Chirivel”.
Estábamos toda la familia reunida y guardamos silencio ante la noticia, con alguna sonrisa incrédula, con gestos de temor. Los viajes a mi pueblo casi siempre eran una desventura, mucho mayor durante los desplazamientos navideños.
En los primeros años utilizábamos el tren, ‘el Alicantino’, bajándonos en Baza, para seguir en un destartalado coche de línea hasta Chirivel. Encerraban mucha amargura aquellos vagones inundados de humo y carbonilla, colmados de mujeres estraperlistas con cestas y sacos escondidos bajo los duros asientos de madera.
Otras veces mi padre nos enviaba primero a los niños, en viejos camiones del pueblo, de amigos que hacían el viaje hasta Granada, llevando de un lugar para otro ciertas mercancías que escaseaban: cereales, legumbres, patatas, tabaco de la Vega... Y días después, cumplidos por mi madre sus compromisos de trabajo, llegaban ellos como podían...
A veces viajábamos en las cajas de los camiones, cuando no era completa la carga de mercancías, o apiñados en la cabina junto al camionero que repartía sus miedos entre la aparición de los maquis o de la Guardia Civil.
El viaje de finales del 44 lo hicimos en el último coche comprado por mi padre, del que habíamos recibido la noticia de su compra con justificadas desconfianzas, porque recordábamos muchas penas pasadas.
Era lo que había entonces, vehículos pasados por muchas manos y que teníamos que arrancar a golpe de manivela, sudando con la bomba al tener que darle aire a las ruedas con mucha frecuencia, empujar toda la familia cuando a la manivela no respondía el motor o no había una cuesta próxima para lanzarse en punto muerto y probar fortuna con una marcha.
Recuerdo veces en que agotado nuestro joven esfuerzo, tenía mi padre que alquilar unas vacas para subir la cuesta de Purullena y tomar la cuesta abajo hacia Guadix, o en algunas de las pendientes del Molinillo. Las vacas siempre estaban dispuestas, eran muchos los casos en que se necesitaban.
El coche de aquel traslado no resultó de los peores, aunque surgieron algunos problemas y tardamos un día entero en cubrir los 150 kilómetros del trayecto. Llegamos anocheciendo, con un cielo en intensos presagios de nevada. En las últimas etapas del viaje ya caían copos en el parabrisas. Con agonizantes luces del día entramos en el pueblo. La noche pareció serenarse poniendo bridas al frío, y olía a dulces de Pascua, aromando los aires el trajinar de todos los hornos.
Nos recibió un rasgueo de guitarras desde hogares y tabernas, en ensayo de villancico y música de parrandas para un inicio de Baile de Ánimas. La casa del abuelo Juan, a donde siempre regresábamos desde Granada, estaba
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