Nos mandaron al doctor Arigo a ver si estábamos locos. De esto nos enteramos mucho después, pero así fue. Y concluyó que no, que éramos normales, que éramos un grupo de artistas, nada más. Así que nos preguntaba...
Entre que era un hombre culto, abierto, muy interesado por el arte, y que tenía que darle a alguien las conclusiones de las pesquisas que le habían encomendado, nos asaba a preguntas.
Hablaba muchísimo con nosotros. Nos llevábamos bien, fue buen amigo de unos cuantos de nosotros”, se ríe Francisco Alcaraz, hombre al que siempre le gustó contar historias.
Estamos hablando del inicio del Movimiento Indaliano, allá por los primeros Cuarenta, al muy poco de acabar la Guerra Civil, y esos siete presuntos locos eran Miguel Rueda (1913), Jesús de Perceval (1915), Capuleto (1928), Luis Cañadas (1928), Cantón Checa (1928), Antonio López Díaz (1928) y él, Francisco Alcaraz (1926).
Tras la risa, se le quedan a Alcaraz los ojos achicados de no haber acabado de estar riendo por dentro:
“Bueno, un loco sí hubo, uno de los muchos que se nos acercaron, Markoff el inventor”, y calla a sabiendas de lo que viene;
“¿Markoff?”;
“Bueno, le decíamos Markoff. Jaime Márquez se llamaba, inventor. Inventó el papel incombustible, para que no ardiesen más papeles cuando hubiera guerras. El papel incombustible y algo más de lo que no me acuerdo.
Perceval lo colocó en la Biblioteca Villaespesa y era un lío. Se iba a la Granja Balear con los libros que llegaban y si alguien los pedía ponía la mano sobre la pila y decía: ‘No, que todavía no lo he leído’.
Era un lío para la Villaespesa el tal Markoff, pero lo queríamos mucho. Acabó el hombre en el manicomio. Una vez me llevó con él a pa-tentar algo. Yo sólo tenía que certificar que había visto no sé qué. En fin, que al final acabó mal el hombre”.
El hambre y el miedo
La historia de Jaime Márquez el inventor hace bajar a tierra la conversación, a aquella Almería de recién acabada la Guerra en la que nadie sabía qué predominaba, si el hambre o el miedo, y, en todo caso, de los dos había a raudales.
“Faltaba de todo, hasta el pan. Recuerdo que un día, bajando por la avenida de Vilches, vi a un niño algo menor que yo comiéndose un bocadillo. Le pedí un poco y no me lo dio. Seguí y un poco más adelante decidí volver sobre mis pasos. Le di una hostia y se lo quité.
Sentí al poco pena, mucha pena. Siempre que lo vi después sentí esa pena. Y, ya mayores, un dia que me lo topé, me acerqué a él y le re-cordé a escena. Le pedí disculpas por el robo y por el cate. Me dijo sólo: ‘No te preocupes. El cate no fue nada para la que me dio luego mi padre’.
Había hambre, miseria, mucha miseria. ‘Hambre pura de oliva’ se decía. Mala cosa el hambre, porque además hace peores a los seres humanos. Me acuerdo de que en cuanto se veía a una vecina del barrio más o menos arreglada, más o menos lozana, se decía: ‘¿Con quién se acostará ésa?’ Mezquinades.
Y encima, no se podía decir: ni podía hablarse por
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