Años Sesenta.
Años en los que ya quedaban atrás el aislamiento, la miseria y el hambre de la posguerra dejando paso a una creciente apertura de la economía nacional, aunque con unos niveles de desarrollo muy inferiores a los de los países de la Europa Occidental.
Años de explosión demográfica, de éxodo masivo de la población rural en busca de unas mejores condiciones de vida en las ciudades más industrializadas, de una feroz emigración -con los parabienes del Régimen de Franco- hacia los países más ricos de Europa, y de una importante entrada de divisas tan necesarias para España.
Fueron los años del aperturismo, de los primeros turistas europeos ávidos de sol y de playa, de la minifalda, de la música ye-ye, de la cultura pop; años en los que el sonido de los Beatles era el alma de los guateques, y en los que una creciente clase media se afianzaba en esta España en blanco y negro que luchaba por dejar atrás tiempos pasados de tan terrible recuerdo, y que buscaba para sus hijos un futuro mejor a través de la educación y el estudio.
Y con este telón de fondo, Almería, la ciudad luminosa, la ciudad donde el sol pasa el invierno –según rezaba en aquellos primeros folletos turísticos-, encandilaba a una niña que veía transformarse su mundo cuando con un nudo en la garganta y escapándosele alguna lágrima se quedaba sola entre personas extrañas en aquel colegio-internado de la Sección Femenina, para señoritas, al que llamaban ‘Residencia Virgen de Mar’, donde se había previsto que residiera durante sus años de estudiante de Bachillerato.
Aquella niña nunca se había separado de sus padres ni de sus hermanos, tampoco conocía la experiencia de vivir alejada de su entorno más próximo, de su pueblo, de Alhama.
Ya eres mayor. El examen de ingreso que has preparado libre y aprobado con buena nota en el Instituto Femenino de la calle Javier Sanz cambia tu vida porque marca el comienzo de una gran experiencia: vivir en la ciudad, vivir en Almería.
Ropa nueva y toda marcada con las iniciales de tus apellidos, zapatos Gorila, el uniforme de color azul (no podía ser de otro color, claro), la equipación para la educación física y el deporte, camisa blanca y pantalón azul (también azul).
¡Hagamos mujeres fuertes cultivando el cuerpo con el deporte!, nos decían una y otra vez. Interminables tablas de gimnasia en las pistas antes de ir a clase, y la ciudad, horizontal y soleada, que deslumbraba a esta niña en cada una de sus salidas tutelada siempre por algunas de las estudiantes mayores, también del pueblo, que habían recibido el encargo expreso de tu madre de no dejarte nunca sola en esta ciudad tan grande y tan desconocida.
Cada vez que rememoro estos años de mi vida, invariablemente acuden a mi mente las notas lejanas de un piano, las notas de una melodía triste pero inolvidable que interpretaba una de aquellas mujeres que dirigían el centro, y que años después supe que la cantaba Alberto Cortés y que se titulaba Las Palmeras.
Un antiguo piano, colocado al lado de un ventanal que daba a los jardines de la Carretera de Ronda, en el salón donde se recibían las visitas, acompañaba cada tarde la soledad de todas aquellas niñas que vivían alejadas de su entorno natural en los pueblos almerienses y que habían venido a la ciudad para estudiar y cumplir el
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