El 8 de marzo de 1995, poco antes de la una y media de la tarde, un vigilante de las obras de encauzamiento que se venían realizando en la rambla de la capital, encontró el cadáver de un hombre bajo el puente de Obispo Orberá, cerca de uno de los ojos laterales del mismo, con claros signos de muerte violenta. El lugar era de complicado acceso y difícil visibilidad, ya que apenas existían huecos entre las enormes placas de hormigón instaladas junto a los rellenos de tierra. El vigilante informó a otros compañeros de trabajo, alertando al 091 sobre el descubrimiento del macabro hallazgo. Se consideró que esta persona podía llevar muerta entre tres y cuatro días a raíz del avanzado estado de putrefacción en el que se hallaba el cuerpo. Esto fue posteriormente confirmado por los médicos forenses.
Investigaciones
Se trataba de un hombre de una edad indefinible, ya que presentaba la cabeza totalmente destrozada y la cara tumefacta. A escasamente unos dos metros de distancia de donde estaba el cadáver, se localizó una piedra de regulares dimensiones salpicada con manchas de sangre y restos de cabello.
Los primeros datos, al ir indocumentada la víctima, apuntaron a que podría tratarse de un mendigo de nacionalidad belga que solía embriagarse frecuentemente, sin tener un domicilio fijo y que para ir sobreviviendo solía ejercer la mendicidad. El cadáver estuvo sin identificar cerca de una semana. Un vagabundo fue la persona que afirmó reconocer al fallecido, y según dijo, la victima se llamaba John y habían convivido unos meses antes en los barracones viejos que la Guardia Civil tenía en la carretera de Cabo de Gata. El mendigo se mostró rotundo en su identificación cuando una patrulla de la Policía Local mostró su fotografía asegurando que la víctima había coincidido con él, hospitalizados ambos en Torrecárdenas y afectados de sendas neumonías. El mendigo acompañó a la Policía Judicial hasta el cementerio en donde fue descubierto el féretro, reafirmándose en la identificación del muerto como su amigo “el belga”.
Se sospechó como autores a un grupo de indigentes, de distintas nacionalidades, quiénes curiosamente un día después de que fuese descubierto el cadáver desaparecieron misteriosamente sin rastro de Almería. Los móviles apuntaron desde los primeros momentos al robo, aunque según la saña empleada en el crimen, no se descartó tampoco un cierto matiz de índole sexual. Los agentes hallaron muchas dificultades por la denominada ley del silencio que imperaba entre los indigentes y su escasa o nula colaboración.
Identificación del cuerpo
La Policía Científica practicó una reseña necro-dactilar a través los dedos de las manos para conocer su identidad. La Policía difundió su fotografía y unas religiosas afirmaron que días antes lo habían acogido en su centro, rechazando la versión del “supuesto” compañero acerca de la identidad real del fallecido.
Fue identificado como Casimiro G., de 71 años, y nadie reclamó su cadáver, recibiendo sepultura en el cementerio de Almería. Desgraciadamente, todas las pistas seguidas y destinadas al esclarecimiento del asesinato durante más de una década no dieron ningún tipo de resultado y el crimen permanece impune. Sin duda, alguien calló algo. La Policía siempre sospechó del circulo de indigentes en el que se movía el fallecido, pero no tuvo prueba incriminatoria y el autor o autores del brutal asesinato no han pagado su crimen.
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