Son pocas las ocasiones en las que un concierto es más que un concierto. Como los aficionados del Barça se vanaglorian de ser más que un club, para los seguidores de los 091, ésta siempre fue algo más que una banda de rock. Viernes de Dolores con lleno en el Auditorio Maestro Padilla. Desde que las entradas volaron meses antes, la expectación máxima. Esa misma mañana de concierto, los whatsapp o afirmaciones en Facebook encendían ascuas de un fuego que nunca se apagó.
Veintiún años separan dos hitos. En 1995, en un sitio sórdido para el rock, El Acordeón, de la cuesta de Torrecárdenas, una banda rodada en el siglo pasado apagaba sus últimas velas ante cuatro gatos. Dos décadas después, aquella formación que hizo del rock y la independencia artística una actitud (mientras los indies andaban en pañales) y de su lírica y cancionero un culmen simbolista, existencial y metafísico (rara avis en un panorama con poca chicha literaria) presentaba sus credenciales con esta celebración compartida, también en Almería: Maniobra de Resurrección.
Por la mañana un músico, amigo y fan, pero escéptico, me comentaba sus dudas, porque para él los Cero eran una leyenda y su vuelta los desmitificaba. He de confesar que cuando en septiembre llegó la noticia, en un primer momento también lo pensé, pero estos meses “he aprendido la lección, para todo lo que vendría después…”. Confieso que este concierto era uno de esos que hubiera sido imperdonable perderme. Aquí nos íbamos a reencontrar amigos, caras, espejos y espejismos de muchas citas musicales en Almería; 091, y es un apunte personal, han conseguido que todos los componentes que pasamos por mi vieja banda de rock, cuyo último nombre fue Plancton, y primero Extremaunción, estuviéramos allí: Juan Daniel, Joaquín, Santi, y los tres Antonios nos abrazamos, como abrazamos a los Cero en nuestras canciones, conversaciones, influencias, bares y ensayos. Uno de ellos me recordó algo que tenía olvidado, de nuestro último concierto: “¿recuerdas, Antonio Ángel (así me llaman mis paisanos) que hicimos una versión demoledora de ‘La Torre de la Vela’?”. La emoción incandescente, caras de alegría, y aún no habían salido a escena. Suenan de fondo Jayhawks, Wilco, Dylan en el ambiente, mientras el almeriense Carlos Marqués, ajusta guitarras. ¿Qué nos depararía “esta noche”?
Veintiséis canciones sin piedad. Dos horas de concierto. Arrugas y canas en un duelo contra el tiempo, que acabaremos perdiendo, y en el que moriremos gozando de momentos como el del viernes. Les llegó su hora, su tiempo pasó como el tren de Gun Hill, pero los Cero de negro y pose cercana a la seriedad de Zurbarán (permítaseme la licencia pictórica) estaban frente a nosotros con armas que disparan música. Morricone como prólogo. Todo bajo control riguroso sobre el escenario. Han vuelto imponiendo su ley, sin necesidad de empatía, solo de recordar y deleitar. Nervios entre la gente: “y mucho cero, mucho cero, ¡hey, hey!” (coro unánime). Se les tenía ganas, porque hay cariño. Con “orgullo de saber hacernos bien el nudo en los zapatos de piel de caimán”, nos llevan a su terreno. Desenfundan ‘Debajo de las piedras’, compactos, ensayados, con el peso de la responsabilidad de no maltratar su leyenda, esa que no se compra, solo se gana. Pelean ‘El lado oscuro de las cosas’ y bajo ‘Tormentas imaginarias’ nos recuerdan su pasado con solución de continuidad. Medios tiempos como sorbos de vino. El rock adulto se nutre de ese tempo. Queremos más, suena ‘Nada es real’, pero ¿es cierto lo que vemos?: 091 ahí para cantárnoslo. José Antonio mide la voz, las subidas cuidadas. Y sin comerlo, ni beberlo, al unísono, en pie cantamos ‘En el laberinto’. Seguimos sus ‘Huellas’, una de tantas canciones redondas del Maestro Lapido. El poder de sus canciones, por las que aun pasando el tiempo sigue pellizcándonos de poesía y rock and roll, hermanándonos con quien siente a nuestro lado.
Los soñadores miran las nubes, éstas siempre tuvieron “forma de pistola”: cambio a instrumental acústico. Letras coreadas a golpe de cincel y pulsión de corazón. “¡Gracias por volver!” se escucha entre el público. ‘Para impresionarte’ crece a la sombra de una estatua de Allan Poe, escuchando a Charlie Parker… “Este es nuestro tiempo,… la luna salió tarde” (joya orfebre con aire a Chili Peppers en la guitarra rítmica). El grupo se sube algo. La concentración es tal, que solo están por la música. Saben que nos tienen ganados, que los años pesan en el físico, que la rabia juvenil quedó atrás… Todos son ‘Otros como yo’, y ‘En la calle’ me sigue agarrando el alma como la primera vez. La guitarra de Víctor desde mi sitio no suena como debe, pero mejora cuando “el cielo toma color vino” y José Antonio nos dirige su micro. ‘El camino equivocado’ para mí un tema prescindible, habiendo en la recámara obras maestras por resucitar. Recta final: ‘Cementerio de automóviles’. “¡Gracias por estar ahí 20 años!”, grita José Antonio, con estilo. Himnos de un tiempo: ‘La Torre de la Vela’, ‘Qué fue del siglo XX’. Hay soñadores coreando, no intérpretes de sueños…
Primer bis: ‘La canción del espantapájaros’ en tándem cortando el silencio. ‘Esta noche’, pop que arranca con Jacinto abrazándose al bajo como a un árbol, siempre expresivo. ‘Mi sombra y yo’ y ‘La calle del viento’ cierran... Para el final una declaración de intenciones, con solazo de Víctor. “¿Cómo acaban los sueños?”, me pregunto. Este acabó gritándole a la vida, ¡qué mala es! Momento surrealista, maracas al vuelo, o explotando con sonrisas sobre el escenario. Todos exultantes, se trataba de apagar unas velas, y recordar un cancionero que es suyo y nuestro. 091 son un sentimiento, y no pudo ser otro que de alegría. Muchas gracias. Mucho cero…
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