La semilla de Isabel Solá, la misionera catalana asesinada el pasado septiembre en Puerto Príncipe, la religiosa de Jesús-María que puso en marcha proyectos educativos en Guinea Ecuatorial y un taller de prótesis en Haití para las víctimas del devastador terremoto de 2010, llegó a la provincia de Almería a principios de los años ochenta.
Fueron tres veranos consecutivos. En aquella época, en el colegio Jesús-María de Sant Gervasi en Barcelona se organizaban voluntariados en los que participaban alumnos de distintos cursos. Una de esas experiencias trajo a Solá hasta la comarca del Almanzora, donde las religiosas de esta congregación tenían dos casitas -una en Macael y otra en Albox- desde las que llevaban a cabo tareas de apoyo a las familias.
La periodista Mey Zamora fue compañera de colegio de Isa -como la conocían sus allegados- y compartió con ella el voluntariado en Macael. Treinta años después, aún recuerda aquel tren eterno que trasladó al grupo hasta Huércal-Overa. “Era como un viaje de aventura: un tren lentísimo que duraba toda la noche. Llegábamos a Huércal-Overa, donde nos venían a buscar”, explica.
Macael era en ese momento “un pueblito con casitas blancas, cuadraditas y pequeñas”. Luego descubrirían que era “muy famoso” por las canteras de mármol. “La Almería de entonces era muy distinta a Barcelona, primero la diferencia de ir de una gran ciudad a un pueblo, después el clima y también el contraste entre el norte y el sur. Nos hacía mucha gracia el deje de las personas”, asegura Zamora.
Las voluntarias, que tenían alrededor de 16 años, vivían su día a día con la comunidad, que gestionaba una guardería. Su ámbito de actuación, sin embargo, excedía a los niños pequeños, ya que los jóvenes de la zona se acababan implicando en las actividades.
“Por las mañana hacíamos una especie de colonias con los niños del barrio. Había repaso escolar, un poquito de catequesis y luego actividades más lúdicas como juegos y deportes. Cada día compartíamos la Eucaristía con la gente del pueblo, llevábamos la guitarra y cantábamos en la iglesia. Había un canto que nos gustaba mucho, el canto de Macael”, señala Maite Valls, religiosa de Jesús-María e íntima amiga de Isabel Solá que también participó en aquella aventura y que aún hoy es capaz de entonar parte de esa letra.
Entre las anécdotas, Mey Zamora evoca como un “gran acontecimiento” la inauguración de la piscina municipal del pueblo, a la que cuando podían llevaban a los niños y a la que ellas, las monitoras, se escapaban algún ratito. “Alguna vez viajábamos a Albox, que es donde estaba la otra comunidad, y merendábamos allí”.
Compartir, entregar
Aquellos veranos en Macael marcaron para siempre a ese grupo de jóvenes en el que estaban Maite Valls, Mey Zamora e Isabel Solá. “Era una convivencia distinta a la que teníamos en el colegio de Barcelona, que era un edificio histórico muy grande. Esta experiencia con religiosas cuando eres adolescente, te descubre otras cosas y establecimos lazos de cariño con los niños, con los que nos seguíamos escribiendo durante el curso, y con las familias que siempre fueron atentísimas”, reconoce Zamora.
“Era otro mundo, aprendimos el valor de compartir y de la entrega. Todavía no había despertado nuestra vocación religiosa, pero eso nos ayudó mucho”, apostilla Maite que, tiempo después, tomó los votos al igual que su querida Isa. Ella tuvo que quedarse en Barcelona, mientras su amiga viajaba a Guinea.
La muerte de Solá, a los 51 años, ha originado una ola solidaria entre muchas personas que se han propuesto que sus proyectos inconclusos en Haití, en su doble vertiente sanitaria y educativa, sigan adelante. Para que su semilla de mujer buena, esa que germinó en Almería, no deje de crecer.
Una vocación firme y temprana
La vocación religiosa de Isabel Solá (Barcelona, 1965-Puerto Príncipe, 2016) fue firme y temprana. Ella, que la vivía con mucha naturalidad, reunió a sus amigas para explicarles que, además de estudiar Enfermería, quería hacerse religiosa. Mey Zamora, compañera en el colegio barcelonés de Sant Gervasi, la describe como una mujer guapísima, tímida, muy dulce y carismática.
Su primera misión se desarrolló en Guinea Ecuatorial y duró más de una década. Se centró en el campo de la educación.
Un año antes del terremoto de 2010, llegó a Haití, donde las circunstancias la llevaron a abrir un taller de prótesis para los amputados. Antes de su muerte, ya funcionaba de forma autónoma, lo que le permitió dedicarse a un nuevo proyecto educativo.
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