Hay quienes dividen al mundo, a la naturaleza y a los humanos en dos polaridades: la vida y la muerte, el frío y el calor, oriente y occidente, salvajes y mansos, los que se dejan los bordes de las pizzas y los que no, los buenos y los malos, los blancos y los negros, los que actúan y luego preguntan, los que preguntan mucho y nunca actúan…
Yo personalmente, soy de las que lo dividen en “lo que nace del amor” y “lo que nace del miedo”, y ni yo misma comprendo del todo esa dicotomía, no os vayáis a creer que soy una iluminada, pero tengo dentro una especie de brújula moral y vital que solo se orienta en condiciones cuando apunta al amor y que vaga desorientada cuando su motor es el miedo.
Sé que estoy hablando en términos un tanto abstractos… muy típico de mí. Así que voy a intentar hacerme entender.
El miedo es una reacción emocional y fisiológica exagerada que surge cuando percibimos una amenaza que creemos que nos supera y que, sin embargo, resulta útil cuando se expresa de manera racional, ya que es quien nos protege de morir acorde con nuestros instintos más primarios. Es aquel que nos susurra “ehhh, igual no es buena idea acercarse a esa serpiente… parece que es un poco venenosa ¿no?” y nos bloquea, o por el contrario nos dice… “sal pitando de aquí porque ese león te está mirando y tiene hambre” y nos hace correr hacia otra dirección.
Pero en nuestro día a día no solemos encontrarnos con leones y serpientes, aunque no por ello dejamos de percibir amenazas. Situaciones a las que tememos enfrentarnos porque no nos creemos con los recursos suficientes para ser capaces de afrontarlas con éxito. En este caso, el miedo se convierte en una gran barrera, y aunque sea una sensación comprensible y humana, también es una suerte de ‘Pepito Grillo’ malévolo que nos limita con su discurso destructivo y desmotivador.
Por eso, el miedo para mí no es solo un sentimiento, una sensación, o una reacción, sino que es un compendio formado por todas aquellas personas y situaciones que se convierten en barreras que nos encarcelan en nuestra zona de confort. Los reconocerás porque son quienes te dicen “lo que quieres estudiar no tiene salidas, no vas a encontrar trabajo”, “¿te vas a apuntar a esa carrera? Pero si tú no has corrido en tu vida” o “tú allí no aguantas ni dos telediarios”; también somos nosotros mismos diciéndonos “no serás capaz”, “no eres lo suficientemente bueno o fuerte o listo” o “con lo cómodo que estás aquí, ¿para qué vas a cambiarlo por algo que puede salir mal?”; son los políticos y fanáticos que quieren agitar sus banderas por encima de las demás, y que crean sociedades basadas en ese mismo miedo para cortarles las alas y controlarlas… Es la fuente de donde nacen las explosiones de ira incontrolada, el odio indiscriminado, el rechazo a lo diferente, las horas de llantos inconsolables, la falta de empatía hacia los demás…
El miedo, salvo en terreno de serpientes y leones, es tierra árida en la que es imposible construir, crecer y expandirse.
Pero por suerte en la naturaleza todo tiene su contrario, y ambos se necesitan para existir. Y aquí es donde entra en juego el amor que calibra mi brújula. Y no es el amor en un sentido romántico, sino como concepto universal. Si el miedo era limitante por excelencia, creo que el amor, en contraposición, es el lubricante humano que nos permite crecer, expandirnos y mejorar. “Sin amor, somos pájaros con alas rotas”.
Desde el amor nos hablan todos aquellos que nos dicen: “si eso es lo que te gusta y lo que deseas estudiar, adelante, te doy mi apoyo”, “qué bien que vayas a empezar a entrenar para tu primera carrera, seguro que si mantienes esa motivación alcanzas tu meta”.
El amor somos nosotros mismos diciéndonos “confía en tus posibilidades”, “con esfuerzo y constancia puedes conseguir lo que te propongas”, “no tienes nada que perder y todo por ganar, ¡adelante!”.
Son aquellos que quieren mejorar el mundo y equilibrarlo quitándose un poquito de lo que les sobra para darle a quienes les faltan. Aquellos que cada día con sus pequeñas acciones hacen de este planeta un lugar más agradable y arrojan algo de luz a la vida de los demás. Son los que te tienen una mano cuando todos te la retiran. Es la fuente de donde nace la felicidad, la confianza, el respeto, la compasión, la generosidad y la humildad.
El amor, es tierra fértil en la que todo es construir, donde solo se puede crecer y cuyo fruto nutre a todo aquel que se encuentre dentro de su radio.
En definitiva, que yo soy de las que se comen los bordes de las pizzas, de las que siempre se dejan un culito sin beber en los vasos, de las que van pensando mientras actúan, de las que tienen que dormir con pijama y de las que intentan que su brújula siempre mire hacia el amor, aunque muchas veces pierda el norte. Pero lo que seguro que no pierdo es la esperanza de que algún día conseguiré vivir sin fantasmas y ser esa versión de mí misma que procuro construir día a día, al fin y al cabo, creo en el amor, y ya lo decía el Dr. Wayne Dyer “somos aquellos en lo que creemos”.
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