Por primera vez desde Mamocracia (2010), Paco Calavera, Pepe Céspedes, Kikín Fernández y Alvarito abandonan (aunque con algo de truco) el formato de ‘sketches’ independientes con el que desde entonces se han presentado al público cada dos años y articulan una obra de larga duración, dividida en dos actos, que pivota sobre un mismo escenario: el ruinoso chiringuito de una localidad de un rincón cualquiera de Almería. Con los parroquianos que le dan color -y, de paso, desquician a Antonio, su propietario, que se dejó el corazón en Portugal tras una fugaz relación sentimental-, los cómicos plantean esta Los vigilantes de la plancha, a punto de despedirse de la cartelera del Cervantes, como una especie de secuela o heredera sentimental de la exitosísima Veranico azul (2014), que recuperaron de forma excepcional el pasado año tras la gira de Aquí, sufriendo (2016), su montaje más personal y, probablemente, el más incomprendido por el público.
La receta, por tanto, es conocida, y difícilmente decepcionará a los habituales, si bien ahora se presenta concentrada: se abandona el humor más físico y conceptual y se apuesta por las situaciones disparatadas y los diálogos de doble filo cargados de idiosincrasia almeriense.
Aunque con sus obras han recorrido distintos escenarios de la provincia, incluyendo los grandes auditorios y el coqueto Apolo, Calavera, Céspedes, Kikín y Alvarito han encontrado en el Cervantes el escenario ideal para jugar frente a su público: la versatilidad de la sala permite que los espectadores de parte del patio de butacas puedan seguir la obra en mesas de playa y bebida en mano, lo que facilita la ‘inmersión’ en este singular universo.
De nuevo con dirección de Kikín, un libreto coral y producción de Kuver, Los vigilantes de la plancha no requiere más que de unos pocos sencillos recursos escenográficos para crear un catálogo de seres y estares en torno al chiringuito de Antonio: la flamante coctelería que le hace la competencia, el restaurante italiano de moda, los bancos donde los vecinos pegan la hebra e incluso el mar donde se afanan en surfear como si estuvieran en Tarifa. Y he aquí donde está el truco, aunque sería más justo hablar de afortunado recurso: esta estructura les permite meteres en la piel de diferentes personajes, a los que se suman los encarnados por Leire Apellainz, Mar París y Nadia Torrijos, y recuperar el formato de piezas cortas -algunas de anteriores obras, como la cena entre el nuevo rico del Poniente y su novia del Este, ya vista en Qué ratico más bueno (2012); un auténtico clásico- que tan buen resultado les da.
Eso durante la primera parte, porque tras el descanso el espectáculo adquiere tintes vodevilescos para mantenerse hasta el desenlace final en los dominios del chiringuito de Antonio. El segundo acto está más trabajado y es más divertido, aunque haya quien vea en esa renuncia a la sucesión de ‘sketches’ una caída de ritmo.
Los vigilantes de la plancha demuestra que cuando algo funciona apenas hay que tocar un par de teclas para afinar y mejorar la fórmula. Aquí, la tecla es Nadia Torrijos, espectacular en Veranico azul y ahora deslumbrante: la actriz, que acaba de debutar en cine con un papelito en Abracadabra, de Pablo Berger, está enorme en todas sus creaciones. Sus momentos con Calavera (¡ese peluquero gay y esa abuela lenguaraz!) son oro puro. El grupo -o la compañía, porque esto es en lo que se han convertido durante esta década- son conscientes; de hecho, Kikín y Alvarito han sabido dar un inteligente paso atrás para afianzarse como secundarios de lujo y dejar que brille una de las mujeres que mejor viste en España el traje de la comedia.
¿Exagerado? Solo tienen dos ocasiones para comprobarlo: la obra, vista ya por 3.000 espectadores, ofrece hoy sábado y el próximo jueves 12 de agosto sus últimas funciones.
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