Otro año más, he tenido la dicha de estar presente en la feria taurina de esta tierra bendita que me vio nacer. El aire que se respira en esta plaza y la alegría de sus gentes son un antídoto para el estrés y la apatía; ser feliz en Almería es tan fácil que basta con desearlo y proponérselo.
Cuando en mi Valencia de adopción conocí los carteles, pensé: raramente coinciden lo deseado y lo posible. Y a fe que es verdad; en mi memoria vive latente una época allá por los sesenta -hoy hace 50 años que salí de aquí - en la que poder asistir a la feria taurina era harto complicado para los estudiantes, no solo por la cuestión pecuniaria sino porque conseguir las entradas era una peripecia considerable por las colas que había que soportar para acceder a las taquillas, en el café Español, esquina frente al actual Carrefour. Aún recuerdo en las vísperas a las corridas de ‘El Cordobés’, los muchos aficionados durmiendo en la acera del mentado café y a los que veíamos esperando ya la noche anterior cuando volvíamos de la feria, entonces en el parque de José Antonio, hogaño de Nicolás Salmerón.
Hoy, todo eso es historia; las entradas a nuestra plaza denotan una merma de la afición que posiblemente ante el exceso de oferta lúdica y divertimento que reina en estos tiempos ha declinado sus tendencias a otras diversiones.
Y aún lamentando tal circunstancia, la feria continúa rayando a gran altura. Y tal ha sido así que aún sintiendo en sus carnes la ausencia de dos de las pocas (mejor poquísimas) figuras del momento, ha salido adelante y con buena nota.
Gallardía es reconocer el gran acierto de la empresa en la elección de las ganaderías. Si esta pluma criticó otros años la elección de los toros, hoy ha de reconocer que la nota es de notable alto rayando en el sobresaliente. La novillada de Juan Manuel Criado dio fe del bajo nivel de la novillería actual: Leo Valadez tiene oficio pero no emociona, puedes verlo diez tardes seguidas y la decimoprimera, no te acuerdas de nada; nuestro paisano [José Cabrera] está muy verde y además la línea que sigue está muy vista; ha de replantearse su futuro, aquí o eres único o dices algo nuevo o eres comparsa; y ‘Toñete’ tiene mucha escuela, pero la escuela sirve para complementar el ingenio; y de esa materia le vi poca, Ojalá esté equivocado pero la escuela de Madrid, desde José Miguel Arroyo, no ha dado otro genio; y el arte nace de dentro, no se aprende.
La corrida del 24 era de plaza de primera, solamente el hecho de que la cara de alguno de los toros no llegara al cenit exigido en tales cosos la hizo venir aquí. Hay que tener mucha vista para conseguirla y eso hay que agradecérselo a Óscar y a su equipo. Los Juanpedros, en un momento dulce, contando además con el ‘azucarero’ que el genio de Chiva lleva en el esportón, fueron una muestra del toro artista que Juan Pedro Domeq soñó y consiguió. Enrique Ponce, con el primero, un toro de una calidad extraordinaria, con el único pero de no sobrarle la fuerza y con un tranco justito pero que, ayudado por la nobleza y la bravura, y lo principal, en manos de un maestro de época, llegó a las gradas hasta crear el éxtasis del toreo del XIX. Solo la necesidad de que el genio de Chiva tuviera que hacer de veterinario a la vez que de torero, evitó a Benjamín Hernández verse ante el dilema de sacar el pañuelo naranja porque en el caballo dijo mucho en su favor. En el segundo, Ponce dejó claro que la gloria del toreo está reservada a unos pocos elegidos sin duda por la mano de Dios; y que el genio nace, no se hace. Las dos series de ‘poncinas’ con que nos obsequió en el cuarto de la tarde se recordarán por los aficionados aún cuando a Ponce se le recuerde en los relatos allá por el siglo XXII; lo demás, aun siendo extraordinario, fue terrenal. En mi crónica a Valencia lo traté de “Tarde histórica de Ponce en Almería” y así lo siento.
El Fandi no tuvo su tarde, no era su cartel, pero de su honradez quedó constancia; le tocó el peor lote, pero salir a torear después de una lección magistral del mayor catedrático del toreo actual es un hándicap para cualquier torero y más si es de la línea de El Fandi, mi crítica ha de ser benevolente, lo resumiré en: “Ni era el momento ni el lugar”, no entiendo cómo Matilla no lo presintió. En cuanto a Ginés Marín es un torero de “pellizco”, que llega, pero que necesita que el toro transmita; se encontró con la tarde todavía inalcanzable para él de un Ponce en plenitud y consiguió sobreponerse, pisa unos terrenos poco habituales en los toreros de pellizco y eso cala hondo. Su puerta grande es de mérito y una serie de naturales que hizo volar algún sombrero (cómo añoré el sombrero del maestro Juan Luis de la Rosa), sus arrestos ante un reto grande y agravado por la actuación del director de lidia es para reconocerle que va para figura: mata con un arrojo poco habitual en estos momentos y eso le hará llegar lejos.
La corrida del 25 venía marcada por la retirada -una más- del torero de la Puebla y su sustituto, fuera quien fuera, estaría en desventaja. Alternar con El Juli y con el Niño Sabio de Lima es complicado y más en una plaza como la de Almería. Antonio Ferrrera estuvo a su altura, honrado y cumplidor: la presión le hizo estar por debajo de sus posibilidades en el primero y en el segundo una oreja benevolente le sacó del trance. Quien hace lo que puede no está obligado a más y él lo hizo.
Los toros de Zalduendo fueron fieles a su encaste, ni dieron ni quitaron; y ellos mostraron con orgullo su sangre de Jandilla de los sesenta, nobles todos, bravos dos y con chispa alguno de ellos.
El primero de El Juli tenía el peor defecto para estar ante el torero más poderoso de los siglos XX y lo que va del XXI; aunque era noble no tenía peligro y además estaba justito de fuerza. Sin emoción no hay toreo y eso fue todo. El segundo enía tranco y se venía de lejos con alegría, y aunque no era un Zalduendo de nota, tenía clase y en la manos de un Julián decidido a triunfar, brilló con más luz de la que tenía. El diestro madrileño tapó al toro en sus pocos defectos y le hizo llegar a donde no habría llegado con otro torero; los naturales arrancados al Zalduendo cuando estaba claro quién mandaba allí, unidos a los molinetes de rodillas y la emoción de quien sabe llegar a los tendidos, refrendados por un rodapié de los de enciclopedia, dieron fe de que quien se sienta en el trono compartido del toreo es por algo. Roca Rey, en el primero, para mí el peor del encierro, no pudo y me atrevo a decir -sin maldad, pero con sinceridad- que no supo traerle a su obediencia. El segundo era un toro para catedráticos y él, de momento, es un ‘adjunto’, con mucho valor, quizá esté entre los dos o tres que yo he visto con más arrestos, pero aún está verde para esos toros que no cumplen los cánones de su encaste ni los tests de la bravura clásica y que, no obstante, hay que buscarle aquello que esconden y no muestran a la primera. Ahí no llegó el peruano, torero que aún ha de esperar, la experiencia es cuestión de tiempo.
Y por fin, ¡los Victorinos! No defraudaron, pero en una plaza torerista como esta, la afición no supo entender el esfuerzo de la empresa al traer la ganadería más famosa del momento y no acudió a la plaza en correspondencia a lo que albergaban los corrales. El cartel, interesante y de actualidad; quizá solamente Curro Díaz estaba acostumbrado a este encaste y Joselito Adame supo estar a la altura que le exigían los toros. Su puerta grande -aún a pesar de la benevolencia de esta tierra-, merecida; de Juan del Álamo, creo que no es su ambiente: su toreo de la línea clásica necesita de dulzura que los Victorinos no llevan en su sangre. Estuvo bien y está en línea ascendente.
Me gustó la presidencia, ya con la serenidad de la experiencia y sabiendo resolver lo poco complicado que hubo. ¿Que somos facilones los almerienses? Quizás, pero son los aficionados quienes lo deciden; y tienen derecho a ser como quieran.
Solo un pero: los mulilleros deben de disimular más su postura pro-trofeos; tardar casi cuatro minutos en enganchar el toro no es de recibo y aunque es epidemia que afecta a todas las plazas, a excepción de Madrid, Sevilla y Bilbao, está feo.
Y eso ha sido todo, relatado con la añoranza de lo que sentíamos los aficionados cuando soñar era una necesidad obligatoria a cuando recordarlo es una obligación necesaria.
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