El café

`Quedamos para brindar por la vida que nos queda, y porque el Café ha vuelto a abrir en la plaza de Pechina`

Antonio Álvarez
01:00 • 09 mar. 2018

Entras a tientas, buscando saciar sed, hambre y plática de amistad, como en un viaje pretérito por el tiempo. De fondo percibes las fichas de dominó sobre aquellas mesas rectangulares de mármol abriendo la partida en tus narices. Posiblemente la primera vez que entraste allí ibas de la mano de tu abuelo Antonio, pariente de los que regentaban el local, y que en su infancia fue parte de eso también, antes de la maldita guerra… Recuerdas la televisión sobre un pedestal al fondo, el sabor de los polos de hielo, la máquina de marcianos, las Mares con nombre de María, y aquel triángulo de las Bermudas que era la esquina de la barra, a un paso de la cocina, y tres de la panadería del Nervio,  donde Pepe el de Eladio y Rafaelico “picaban chatos de vino y bebían tapas” en sus charlas sobre lo sagrado o lo profano. La algarabía cuanto más niño, más subyugante. Los cuatro gatos a última hora cuando sonaba Cuatro Rosas y las Cuatro Calles nos llamaban en aras de alcohol vestido de libertad. Y buscábamos nuevas rutas nocturnas esperando un taxi en la Plaza, frente al bar, y a la hora de las brujas mientras Gabinete Caligari inventaban desde Madrid al cielo el rock castizo, jugando a ser los Kinks españoles, firmando obras maestras con esmero y mas chulos que un ocho, o siete pecados en la solapa entre sol y sombras. 


Vivimos en esa juventud de los ochenta la decrepitud que la ley de la vida impone incluso a las tascas de rancio abolengo: El Barrilero (el nombre oficial del Café) lo era, y con historia hasta en su origen: allí se envasaba en barriles uva de mesa con destino a Bristol o a Copenhage, entre serrín un siglo antes. Los movimientos lentos de Pepe y Frasquito sirviendo eran los disparos finales de unos últimos de Filipinas, y de esos fieles que aguantaron el asedio de la soledad acodados en el Cheers pechinero hablando en tagalo, si hacía falta, ante el bastión definitivo. 


La otra noche rememorábamos entre vinos, tapas y recuerdos aquellos años y aquel paisanaje disparatado que poblaba una común memoria sentimental. Aquellos seres que pululaban los caminos a Roma, a la Plaza de la Villa, antaño con vida, hoy fantasmagórica un sábado a las once de la noche. Y nos visitaron sus fantasmas: el hombre encorvado que dormía la siesta en su nicho los veranos; la lejía de aquella “señora” que nadie osara mentar y que acabó entre gatos como quiromante; el “adiós” echando humo de tabaco negro del que no paraba de andar y hablar consigo mismo; la soga del que iba haciendo camino; el reloj parado en la muñeca derecha de una mirada infeliz. Suena El loco de la calle, de El último de la fila, y quedamos para brindar por la vida que nos queda, y porque el Café ha vuelto a abrir en la plaza de Pechina.




 






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