Agosto de 1936. Jesse Owens, afroamericano, gana cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín, organizados por el mismísimo Adolf Hitler con la insana intención de exaltar la raza aria. Supongo que muchos de ustedes conocerán esta paradójica historia, pero lo que igual no conocen es lo que pasó después.
James Cleveland Owens nació en el sur de Estados Unidos, en una finca de algodón de Oakville, Alabama, el 12 de septiembre de 1913. Lo de ‘Jesse’ procede de una confusión: en cierta ocasión, un profesor le preguntó su nombre y él contestó, con su característico acento sureño, ‘J. C.’, muy fácil de confundir con el que sería su sobrenombre de por vida, Jesse Owens.
Hacia 1921, siguiendo la estela de miles de afroamericanos que huían de la segregación racista y de la falta de oportunidades económicas del sur, emigró junto a su familia hacia el norte. Se instalaron en Cleveland (Ohio), donde compaginó sus estudios, en el Fairmont Junior High School, con varios trabajos eventuales. Y allí descubrió, gracias al entrenador de atletismo de aquel instituto, un tal Charles Riley, que se le daba bien correr. Y tanto.
Pronto destacó: en 1933, durante un campeonato nacional de escuelas secundarias celebrado en Chicago, dejó a todos alucinados tras igualar el record mundial de las 100 yardas. Jesse ganó 74 de las 79 carreras que disputó como atleta juvenil. Esto le permitió acceder a la Universidad Estatal de Ohio y competir en la National Collegiate Athletic Association, ganando ocho de los campeonatos de esta organización.
Pero su momento cumbre tuvo lugar durante los Juegos Olímpicos de Berlín, celebrados en 1936. Y eso que estuvo a punto de no ir. Por un lado, la Asociación nacional para el progreso de la personas de color (NAACP) le instó a que no colaborase con el régimen racista nazi participando en sus olimpiadas. Owens les tomó la palabra y se convirtió en un ferviente defensor del boicot de Estados Unidos al evento deportivo. Pero finalmente, gracias a la presión del inefable de Avery Brundage, presidente por aquel entonces del Comité Olímpico Estadounidense, Owens y los demás afroamericanos decidieron desistir del boicot. Menos mal. Su éxito dejó en evidencia los delirios raciales de Hitler, que había ideado los juegos con la insana intención de mostrar al mundo el poderío de la supuesta raza superior aria.
El oro
Ganó el oro por los 100 metros lisos el 3 de agosto. Al día siguiente ganó otro en salto de longitud -un año antes había marcado el record mundial con un salto de 8,13 metros-, y un día más tarde ganó otro en los 200 metros. El cuarto oro llegaría el día 9, cuando ganó junto a sus compañeros los 400 metros de relevos. Toda una proeza que tardaría varias décadas en repetirse.
Asombrados por sus triunfos, las más de cien mil personas presentes en el estadio Olímpico de Berlín ovacionaron a Owens. Incluso hubo muchos alemanes que le pidieron autógrafos. A Hitler, como podéis suponer, no le sentó demasiado bien. Albert Speer, amigo y arquitecto de Hitler, dijo posteriormente que el Führer estaba muy molesto por las victorias de los afroamericanos en sus olimpiadas y que las consideraba injustas: esas gentes, pensaba, eran más fuertes porque provenían de la jungla. Aun así, los anfitriones sumaron ochenta y nueve medallas (33 doradas, 26 de plata y 30 de bronce), mientras que el segundo país en número de medallas, Estados Unidos, sumó 56 (24 oros, 20 platas y 12 bronces). Siempre se ha dicho que Hitler se negó a darle la mano al atleta y que solo se saludaron tímidamente desde lejos, pero parece ser que no fue así. La prensa vendió el supuesto desaire del Führer por activa y por pasiva, pero el propio Owens, años después, dejó claro que sí que se habían dado la mano. De hecho, reivindicó que en Alemania pudo viajar y alojarse en los mismos hoteles que sus compañeros blancos, algo que, paradójicamente, no podía hacer en Estados Unidos, donde la segregación racial seguía siendo una dura lacra social de la que tardarían en liberarse.
De hecho, tras la tremenda victoria de Owens, fue recibido con honores en la ciudad de Nueva York, pero no se le permitió entrar por la puerta principal en un evento organizado para homenajear al equipo olímpico en el hotel Waldorf-Astoria. Tuvo que entrar por la puerta de atrás y subir en un montacargas. El presidente Roosevelt ni le invitó a la Casa Blanca, como si hizo con otros atletas. Estaba en plena campaña de re-elección y temía las reacciones de los estados del Sur.
Y no solo eso: ni le dejaron seguir compitiendo, por cuestiones raciales, ni encontró un trabajo en condiciones. La carrera deportiva del mejor atleta de la historia se terminó a los 23 años. Curró en una gasolinera, como conserje de una guardería y como una especie de mascota para una banda de jazz itinerante, además de trabajar durante un tiempo para la Ford Motor Company y de participar en espectáculos en los que competía corriendo contra caballos de carreras, locomotoras, coches, motos, jugadores de béisbol, perros y hasta contra Joe Louis, el Bombardero de Detroit, un boxeador al que dejó ganar.
No le dieron la más mínima oportunidad digna hasta, al menos, 1966, cuando fue nombrado embajador de buena voluntad de los Estados Unidos. Pero ya era tarde. Además, no se involucró en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, e incluso censuró a los dos atletas que levantaron el puño al recibir las medallas en México 1968, otros dos Homo insolitus de los que les hablé anteriormente.
Afición por el tabaco
Su afición por el tabaco le acarreó graves problemas de salud que terminaron con un cáncer de pulmón que le arrebató la vida el 31 de marzo de 1980. Cuatro años después, Berlín puso su nombre a una calle.
Por cierto, un personaje de esta historia merecería su propio Homo insolitus: Luz Long, un atleta alemán que compitió contra Owens en salto de longitud y que le dio algunos consejos para que consiguiese clasificarse para la final. Lo hizo y ganó el oro, como vimos. Y Long, emocionado, a pesar de haber quedado segundo, le abrazó delante de Hitler y de los miles de alemanes allí congregados. Lo pagó caro: a pesar de que los atletas estaban exentos del servicio militar, fue incorporado a filas y falleció el 13 de julio de 1943 durante la invasión de Sicilia.
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