Uno de los paisajes más bonitos que podemos encontrar en la provincia de Almería, es el del Barranco de Gilma. Desde que partimos desde la antigua carretera nacional hasta que llegamos a Gilma, nos vamos encontrando cortijadas como Las Piletas, numerosos cortijos aislados y la pedanía de Los Sanchos. El camino pavimentado, por el que a duras penas pueden cruzarse dos vehículos, termina en el núcleo nuevo de Gilma. Pero para llegar hasta el que hoy nos ocupa, hay que continuar por una pista de tierra apenas 500 metros, para encontrarnos Gilma el Viejo.
Se trata de los vestigios del antiguo asentamiento de la aldea de Gilma, abandonado a finales del s. XIX debido a los corrimientos de tierra provocados por un terremoto. Ya en 1896 figura en los mapas topográficos como “Gilma antiguo (ruinas)”. Tal era el trasiego de habitantes de la vieja población a la nueva que a esta última la llamaban “el coladero”. Aunque hay quien piensa que el pueblo fue un asentamiento árabe, y que incluso la antigua iglesia era una mezquita, no hay vestigios arqueológicos que lo certifiquen dentro del poblado, sin embargo al otro lado del barranco existe una cueva de origen medieval, en el llamado Peñón de la Virgen, que podría ser un indicio del germen del pueblo. Echando un vistazo a las ruinas de la iglesia, la única existente en la zona cuando tenía culto, se puede comprobar que aún conserva dos hornacinas para alojar imágenes hoy desaparecidas, en paredes opuestas. Se distinguen también los arranques de dos arcos que sustentarían la única nave de la que estaba compuesta, a la que se le añadió una pequeña sacristía junto al altar.
El pueblo estaba dividido en dos partes por un camino, que posteriormente fue ampliado llevándose por delante varias casas. A día de hoy se pueden contabilizar en torno a la veintena, aunque es difícil precisar debido al mal estado en que se encuentran. Lo que mejor se conserva del pueblo es sin duda un pequeño cementerio, a medio camino entre la población nueva y la antigua, debido a que se siguió usando para la actual y para el resto de cortijadas del barranco, y que sólo cambió la ubicación de la puerta cuando el pueblo se abandonó.
Los vecinos de Gilma vivían del cultivo de cereales, olivos, almendros, árboles frutales y de los animales como los cerdos, gallinas, conejos y cabras. La vida en aquel entorno agreste, aunque difícil, era muy tranquila y familiar. Las puertas estaban siempre abiertas y cualquiera podía coger fruta del vecino para comer sin que este se enfadara. Existían varios molinos de aceite y una almazara en la zona. En la época de recogida de la aceituna, las familias de Gilma se aprovisionaban de más animales para comer, por el aumento de población que venía a trabajar desde otras partes de la sierra. En fechas señaladas como la Navidad, la actividad de los hornos era incesante: estaban encendidos día y noche haciendo mantecados y pan de aceite, algo que contrastaba con la sobriedad de la Semana Santa, que no se comía carne ni se podían escuchar canciones en el pueblo. La iluminación era a base de candiles y carburos, ya que la luz eléctrica no llegó a Gilma (el nuevo) hasta el año 2002.
“Velatorios”
Unas de las costumbres más curiosas era la de los “velatorios” que se hacían en el Peñón de la Virgen. Consistía en velar y rezar a los santos, haciéndoles ofrendas durante la noche. Los niños trabajaban también en el campo. De hecho, la mayoría solo iba a la escuela cuando llovía o nevaba porque no se podía trabajar. Los ratos de esparcimiento estaban ligados a su vez a las labores del campo: se hacían bailes cuando se recogía la aceituna, y las fiestas eran en San Marcos, patrón de las bestias y las cosechas. Se dependía también de lo que llegaba del exterior, sobre todo alimentos como el arroz, el bacalao, los arenques o el azúcar, este último traído desde la azucarera de Benalúa de Guadix. Para vender animales había que ir a Abla, Fiñana o Gérgal, y para reparar objetos de barro acudía desde Albox un lañador de vez en cuando. Las comidas más frecuentes eran las migas que se hacían, como el cocido, casi a diario.
Como en muchos pueblos de los Filabres, había misterios y leyendas que atemorizaban a sus habitantes. La encantá, que aparecía también en las cercanías de Rojas, era la figura fantasmal de una bella mujer que según la tradición oral, podía dejarte hechizado o incluso matarte con solo una mirada. También se decía que habían aparecido antiguas tumbas de piedra “de los moros”, y que cuando pisabas sobre alguna, la tierra se iluminaba con un tono parecido al de las luciérnagas.
Fuentes: Prensa histórica, Instituto Geográfico Nacional, Adriana Gómiz Ruiz, Lorenzo Cara Barrionuevo, Juana María Rodríguez López.
Agradecimientos: Adriana Gómiz Ruiz, Juan Sánchez Vargas.
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