Su voz, a pesar de veinte años de ausencias, suena aún aflautada como la de Almería. Tiene Emilio Belmonte Molina, nacido en 1974, el deje de Los Partidores, el mismo que tenía su abuelo labrador y el de su padre, director de la caja rural en La Cañada, o el de su tío Paco, veterano socio de la CASI.Hablaba ayer por teléfono desde un café de Montmartre y era como si estuviera sentado delante de unas habas en la vieja Venta del Bacalao.
Sin embargo, Emilio lleva a cabo una actividad muy distinta a la de sembrar tomates en la Vega como sus antepasados, una labor que le despierta recuerdos entrañables cuando visita cada verano a su abuela Rosa.
Emilio se dedica al cine documental y acaba de estrenar con notable éxito, según la crítica parisina, su primer largometraje sobre la vida de la bailaora malagueña Rocío Molina, Premio Nacional de Danza, un terremoto del baile flamenco, más conocida en Francia y otros países europeos que en España.
El género documental, tan inusual en los circuitos comerciales, ha conseguido abrirse paso con gran asistencia de espectadores, en la cadena de cines MK2, en París, Montpellier y Marsella, y también en Nueva York. La producción se ha vendido también en Japón, Rusia y Suiza.
Emilio, sin embargo, con mil proyectos en la cabeza, mil ideas por desarrollar con la cámara, inició su biografía estudiando ingeniería en Valencia, tras haber pasado, como tantas generaciones de almerienses, por el patio y las aulas de La Salle. De la ingeniería pasó a filología hispánica, porque no se sentía demasiado seguro y terminó por abandonar los estudios universitarios. “No me sentía cómodo, no era yo, necesitaba una libertad que me ha dado el cine”, explica con aplomo.
Aprovechó para irse de Erasmus a Toulouse y al terminar se quedó haciendo allí la objeción de conciencia -fue de la última quinta de la Mili en España-colaborando en la biblioteca del Instituto Cervantes de la ciudad del Sena.
Y cuando acabó decidió no regresar, sino seguir allí, entre lecturas de libros gastados del barrio latino, entre tazas de ‘café au lait’ y mucha pasión por el cine: un emigrante español de nueva hornada, un goytisolo de la imagen más que de la palabra precisa.
Allí trabajó, en esos primeros años de nostalgia, como profesor de español y como vendedor de ropa. Allí conoció a su mujer, Dora, una médica francesa con la que ha tenido tres hijos y desde allí empezó a rodar por medio mundo -”en quince países he trabajado”-captando paisajes, documentando ambientes y tipos humanos, como free lance, para después vendérselos a canales reputados de televisión como France 3 o Cadena Arte.
Tres meses vivió en un barco hospital en el Amazonas rodando una historia cuyo recuerdo aún le abrasa. Y de allí a México, La India, Guinea o Bangladesh.
Y después de todos esos años nómadas, se ha estabulado para grabar su ‘opera prima’: el largometraje dedicado a una estrella del flamenco, ese flamenco que mamó yendo de pequeño con su padre a la peña El Taranto. El documental fue estrenado hace una semana y se verá pronto en España, en Movistar +. Ahora ha creado una productora, Retrovisor, con la que quiere seguir haciendo lo que le gusta: contar historias con una cámara, mientras, entre medias, vuelve a la vega de su niñez a ver a su abuela.
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