El 23 de marzo de 1475, Jueves Santo, desapareció en Trento (Italia) un niño de dos años y medio llamado Simonino, hijo de un peluquero llamado Andrea Lomferdorm, de origen alemán. Fue hallado muerto tres días después, en pleno Domingo de Resurrección, en las aguas de un canal cercano a unas casas habitadas por las tres únicas familias judías que había en Trento. Poco después, un monje franciscano llamado Bernardino da Feltre comenzó a afirmar que el niño había sido asesinado por los judíos locales con la intención de beber su sangre para celebrar la Pascua. Unos días más tarde, fue más allá y aseguró que el cadáver del niño había sido encontrado en el sótano de una de las casas de aquellas gentes, cerca de la iglesia de los santos Pedro y Pablo.
Cuando los rumores llegaron a oídos del obispo de Trento, Giovanni IV Hinderbach, éste no dudó en ordenar que toda la comunidad judía, compuesta por unos treinta miembros, fuese interrogada para esclarecer los hechos. Tras varias semanas de torturas e interrogatorios, todos confesaron y reconocieron el crimen y se llegó a la conclusión de que se había tratado de un asesinato ritual: habían desangrado al pobre Simonino con la intención de usar su sangre para amasar el típico pan sin levadura que los judíos consumen en la Pascua. Y no solo eso: mutilaron varias partes de su cuerpo mientras aún vivía y le crucificaron cabeza abajo.
Todo acabó con los quince miembros de la familia que vivía en la casa en la que supuestamente se había encontrado el cadáver quemados en la hoguera tras ser declarados culpables.
No tuvieron en cuenta la posibilidad de que se tratase de un trágico accidente, ni que las heridas encontradas en el cadáver podían haber sido causadas por las ruedas de los molinos en los sótanos de la vivienda de Samuel de Núremberg, el patriarca de aquella familia, en cuya casa se encontraba la sinagoga local, al que consideraron el artífice de toda la trama.
El papa del momento, Sixto IV (1414-1484), intentó detener la historia y prohibió en un primer momento el culto al niño asesinado, pero el obispo Hinderbach, en vez de claudicar, se encargó de difundir más noticias falsas sobre judíos que bebían sangre de niños cristianos. Y no solo eso: beatificó a Simonino (que pasó a ser conocido como el beato Simonino) y le atribuyó decenas de milagros.
Y, aunque el papa se negó a aprobarlo, el culto a Simonino se extendió como la pólvora, gracias sobre todo a Michele Carcano (1427-1484), un conocido presbítero que influyó en la Santa Sede y consiguió convencer al propio papa.
Tanto es así que en 1588, ciento trece años después, el papa Sixto V reunió una comisión cardenalicia y repitió el juicio que, como habrán imaginado, concluyó con idéntico resultado: Simonino fue asesinado por los judíos de Trento. Y no solo eso, Sixto V canonizó al bebé, admitió el culto local de Simonino y se concedieron indulgencias a los peregrinaban para ver sus reliquias en la Iglesia de los santos Pedro y Pablo de Trento, donde se conservaba su cuerpo hasta hace poco. Un tiempo después, en 1755, otro papa, Benedicto XIV, reafirmó la validez del juicio y la santidad de Simonino; y tres años más tarde se levantó una capilla en el lugar del supuesto crimen (la casa de Samuel, que hacía las veces de Sinagoga) y otra en la casa del niño.
Los restos del pequeño cuerpo fueron sometidos a procedimientos de embalsamamiento por el conocido médico trentino Ippolito Guarinoni (1637), mientras que la capilla que desde 1475 albergaba sus restos fue renovada con estucos y pinturas de gusto barroco.
Desde entonces, el beato Simonino se convirtió en el santo al que se dirigían los fieles trentinos para rogar por sus hijos. Además, cada diez años se realizaba una solemne procesión en la que se paseaba por la ciudad el cuerpo de Simonino junto a los supuestos instrumentos que se utilizaron para su asesinato (utensilios de carnicero, agujas para extraer sangre).
Finalmente, el 28 de octubre de 1965, durante el Concilio Vaticano II, se revisó el caso a instancias del papa Pablo VI y se decidió suprimir el culto, ya que la principal evidencia aportada, las confesiones de la propia familia judía, carecía de validez porque se habían conseguido mediantes torturas. El arzobispo de Trento, a regañadientes, aceptó la decisión, pese a que se trataba de una tradición muy extendida en su diócesis, y declaró también la inocencia de los judíos, casi quinientos años después. Así, se prohibió la veneración de sus reliquias, que fueron retiradas del templo en el que se custodiaban para evitar las peregrinaciones, así como las misas en su nombre y la solemne procesión, recogida hasta entonces por el Martirologio Romano (se incluyó su nombre en 1584 por orden del papa Gregorio XIII).
No fue el único santo medieval, por cierto, cuyo culto fue suprimido en el Concilio Vaticano II. También cayeron, entre otros, san Cristóbal de Licia, san Valentín de Roma —el de los enamorados— y Dominguito de Val, un niño de Zaragoza con una historia muy parecida a la de Simonino (según la tradición, fue asesinado por los judíos el 31 de agosto de 1250). De hecho, existen otros casos parecidos, todos relacionados con el antijudaísmo cristiano medieval, como el Santo Niño de La Guardia (Toledo, siglo XV), Hugh de Lincoln (Inglaterra, siglo XIII) o Andreas Oxner (Innsbruck, 1462).
Para terminar, hay que aclarar que aunque estás leyendas partían de la clara intención de atacar a las comunidades judías, a las que siglos después se seguía culpando de la muerte de Jesús —injustamente, ya que la crítica histórica ha demostrado que fue ejecutado por los romanos, posiblemente acusado de sedición—, sí que existen evidencias de que en algunas comunidades extremistas asquenazis —así se llamaba a los judíos que se asentaron en Europa Central— se realizaron algunas tropelías contra cristianos, aunque nada parecido a estas acusaciones sin fundamento histórico.
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