Cuando a los almerienses les dio por retratarse, acudían al estudio de Balonga o de Bocconi peinados y perfumados, con su traje de alamares y su reloj de bolsillo y era uno de los actos más importantes de su vida: como el primer beso a la novia, que sería esposa para toda la vida, como la compra de un traje de alpaca, como la firma del testamento de un padre ante el notario, con todos los predios y plantíos repartidos entre los hijos. Ir al fotógrafo entonces -hablamos de hace casi siglo y medio- era eso: un instante para la posteridad, un acto bíblico en la vida de una persona, un fogonazo en el que quedarían plasmados los ojos eternos, la forma de la nariz y de los labios o la anchura de unos hombros, para que te vieran así para siempre los hijos y los hijos de tus hijos.
Primero fue como un truco de magia para muchos o como un milagro de Galilea para otros, cuando veían llegar, como a un titiritero de pueblo en pueblo, a ese galeote ataviado como un piteo, que obligaba a la quietud a su cliente durante largos segundos, y que después pasaba a esconderse en un cuarto oscuro hasta que obraba el portento de la imagen entre vapores de yodo.
De todo ese mundo iniciático, de toda esa brujería en placas de cobre y plata, va este nuevo trabajo hercúleo de Enrique Fernández Bolea, un profesor de italiano, convertido, para suerte de los provincianos, en un delicioso historiador de la fotografía, todo un López Mondéjar a la cuevana.
El fecundo cronista de la tierra de la plata
Enrique Fernández Bolea nació en Cuevas del Almanzora en 1964. Es licenciado en Filología Románica por la Universidad de Granada y profesor de Italiano en la Escuela Oficial de Idiomas de Macael. Pero además de ser un formal funcionario, atesora un acendrado espíritu como investigador de la historia de su pueblo y de la comarca. Ha dado a la imprenta distintas obras de calado, verdaderas, sin trampa ni cartón, hijas del esfuerzo solitario. Y lo ha ido haciendo de forma cada vez más ambiciosa.
Sus trabajos bucean en la minería de Almagrera, en las necesidades hídricas de su comarca, en las descripciones de la burguesía que germinó de la plata arrancada a ese rico filón de El Jaroso. Es Enrique uno de esos autores grandes, que uno intuye que quedarán para siempre, porque no escatima esfuerzos y los resultados siempre superan las más ambiciosas expectativas.
Ahora trae de la mano esta nueva edición sobre la historia de la fotografía provincial del XIX, la primera en su género, al menos en la forma enciclopédica en que se aborda. En sus más de trescientas páginas está recogido el néctar de la imagen almeriense de ese tiempo, los retratos de nuestros bisabuelos, con sus patillas, sus sombreros, sus fajines y hasta sus trabucos, como el de Pedro el Morato.
Bolea -adoptemos el apellido materno- ha vuelto a sorprendernos con esta nueva obra que presentará este viernes en el Teatro Echegaray de Cuevas del Almanzora -’Relatos fotográficos de Almería en el siglo XIX. Luces en la historia’- en la que por primera vez transciende los límites de su comarca, la del Levante almeriense, para abarcar, sin complejos, todas las costuras de la historia decimonónica de la fotografía urcitana. Para ello, habrá -imagino- invertido miles de horas arrancadas de los brazos de Morfeo, tratando de elaborar un relato coherente, riguroso al tiempo que ameno. Cuando se destilan 344 páginas de auténtico elixir, no cabe duda de que el esfuerzo, en este campo de la fotografía histórica, ha tenido que dar como resultado un estudio que será pionero en este campo del saber.
No son estos relatos de Bolea -editados con primor, como siempre, por Juan Grima de Arráez Editores en su 25 aniversario- una historia al uso de la fotografía de una época. Es algo más, porque se detiene en instantes precisos y preciosos captados con la cámara de turno y se documenta con precisión sobre ellos, llegando a emocionarnos con la descripción de los detalles, de los ambientes, de esa Almería que se fue y no volverá nunca más.
La obra arranca con las primeras fotografías que se hicieron en esa ciudad de tempranos y tarantos, cuando arribó la borbona Isabel a la rada almeriense en 1862, a compañada de su fotógrafo de guardia, el galés Charles Clifford.
Hacía poco más de dos décadas tan solo que en un salón del París, heredero del siglo de las luces, se había asistido a la presentación del ingenio de Daguerre y Niepce, el mismo con el que había elucubrado años antes y a muchos kilómetros un cura de Lubrín hacendado en Vélez Rubio que respondía al nombre de Antonio José Navarro.
Allí estaba por tanto, el fotógrafo real, con su armatoste en ristre sacando las primeras tomas de la ciudad como el inmortalizado pabellón del esparto donde su real majestad se tomó una limonada sentada sobre un butacón de anea. Pasa uno las páginas y va descubriendo sutiles imágenes, soberbios retratos, sublimes destellos de cómo eran los almerienses y a qué se dedicaban: carreros, carpinteros, mineros, labradores, antiguos. Cada página escrita con sudor -imagino- e ilustrada con la imagen es un nuevo descubrimiento. Y cuando uno llega a las páginas finales, es como aquel mendigo que, en un banquete en Lhardy, ya no puede con el souflé final.
Esa es la sensación que a uno le queda, después de ver desfilar retratos de Adolfo o de Rodrigo en el Levante, Gilman en el Almanzora o de Zafra o Juan Torres en el Poniente, o de Mancebo o Gil Fauré en Los Veléz: la de un atracón de luces y sombras.
Se apoya de forma magistral, para trazar el recorrido decimonónico, el autor, en acontecimientos históricos relevantes como la minería de Sierra Almagrera, el IV Centenario de la Toma de Vera por los Reyes Católicos, el primer ferrocarril de la provincia, los funerales y la muerte retratada y el desastre de la riada de 1891. Lo dicho: un nuevo lujo de Bolea.
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