La obra que Manu Muñoz (Cabo de Gata, 1977) viene presentando en distintas galerías y ciudades españolas, pero también extranjeras, durante estos últimos años, desde aproximadamente 2003, es muy diferente a sus trabajos anteriores, la serie de los invernaderos, o las primeras obras de juventud que reafirmaban la autoridad de maestros como Juan Vida, Barceló o Tapies. Esta nueva etapa, que se consolida exposición tras exposición, lo vincula a una pintura contemporánea agónica que busca ampliar sus límites, o subvertirlos, aunque para ello tenga que relativizar un concepto, el de pureza, hasta hace bien poco incuestionable. La pintura tiene entonces que reinventarse permanentemente para que nadie pueda decir que lo que se contempla ha sido ya visto.
En la presentación de Mundo Flotante, la exposición que Manu Muñoz inauguró en el mes de febrero de este mismo año en Hibrid art fair & festival, de la mano de su galerista madrileña Blanca Soto, se detallan las referencias conceptuales de su obra: la estampa japonesa (Ukiyo-e), la época victoriana, el street art o el arte naturalista. A priori la diversidad referencial, dispar, cuanto menos llamativa, responde a una motivación mestiza y puede también vincularse en lo formal a lo que decía Baudrillard de que “el arte se ha vuelto iconoclasta”.
En una línea temática parecida, pero en la que predominan sobre todo los retratos, Manu Muñoz presenta en Almería, hasta el 7 de diciembre, en la Galería Acanto, su exposición Glitch, término que descodificado viene a significar “un suceso repentino de mal funcionamiento o irregularidad en un sistema electrónico”. Se trata de óleos de mediano formato en los que la preocupación del artista es el rostro humano, y como no hay rostro sin mirada, son los ojos el centro sobre el que gravita la intensidad emocional de estas figuras. Muchas se descubren incompletas, como si quisiera mostrar el lugar de dónde surge la pintura y su proceso creativo. Lo hizo magistralmente el gran Miguel Ángel en sus esclavos, grandes bloques de piedra que dejaban ver el proceso de creación inacabado, descubriendo las entrañas de esculpir la piedra. Pero también podría hacerse una segunda lectura, más cercana a la iconoclasia, considerando las manchas que aparecen en sus cuadros como un acto voluntario de destruir lo que la misma pintura representa, el arte icónico, en un gesto crítico frente al canon y la mirada del pasado. En esa disyuntiva podrían situarse las obras de Glitch, influenciadas indirectamente por algunos de los maestros que le han interesado: actualmente estoy muy metido en un baile con los clásicos, Caravaggio, Rubens y la escuela flamenca, confiesa el pintor en un gesto, esta vez de reconocimiento.
En una época de grandes cambios tecnológicos que lo modifican todo, incluso las relaciones sociales, las expresiones artísticas se sienten igualmente desorientadas. Es ingente la cantidad de información, e imágenes, que recibimos, un escollo que impide ver con nitidez el horizonte. La saturación visual engulle al artista como un tsunami, y no tiene más salida, si se me permite la expresión, que regurgitar intelectualmente esos influjos. La mente, afirma Manu Muñoz, por impulso natural, trata de ordenar y etiquetar todo aquello que engulle con la intención de clasificarlo y racionalizarlo. El artista pretende así “empujar al espectador hacia ese poco habitado concepto de lo no entendible” o de lo inesperado.
Pero más allá de los contenidos temáticos lo que se desprende de esta obra, la de un pintor con unas facultades para el dibujo excepcionales, y una gran destreza técnica, es su adecuación a este tiempo histórico. Supongo que lo que argumentaba, hace una década, el crítico de arte Fernando Castro Flores sobre el naufragio como metáfora absoluta sigue siendo igual de válida. Él se apoyaba en la siguiente cita de Eugenio Trías: Hoy por hoy, el gran arte y la gran filosofía sólo pueden producirse en el seno de una pertinaz travesía del desierto, donde más allá de los espejismos se anuncia un espacio insospechado”. Ese espacio es el que Manu Muñoz refiere como el de lo inesperado. Queda pendiente una segunda exigencia, según señala el filosofó catalán en Lógica del límite, “la de alzarse hasta el límite de lo sagrado y secreto”, y ello sin nostalgia. En esos territorios debe explorar Manu Muñoz con la voluntad de alcanzar lo que por sus capacidades todos esperamos de él.
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