Sotomayor al desnudo

Se presentan tras 72 años las Memorias del poeta que más cantó a los labriegos del Almanzora

Portada del libro de Memorias de Sotomayor que se presenta mañana en Cuevas.
Portada del libro de Memorias de Sotomayor que se presenta mañana en Cuevas.
Manuel León
00:30 • 15 mar. 2019 / actualizado a las 07:00 • 15 mar. 2019

Nunca sabremos ya si el poeta hubiera querido verlas publicadas o no. No lo dejó dicho a nadie -que se sepa- si este volumen que ve a hora la luz, lo escribió para eso: para convertirse en letra de imprenta y no quedarse solo en esa caligrafía meticulosa escrita de madrugada, a la luz de un quinqué, con dolor físico en sus últimos folios, cuando la enfermedad iba deformando las frases.



Este libro, pacientemente esperado por legiones de catadores del néctar de su poesía regionalista, que ahora ve la luz 72 años después de enterrado el vate,  muestra a un Sotomayor sin intermediarios, sin afeites literarios, sin jergón alguno que cubra una vida frecuentemente caricaturiza. Y estas páginas -editadas por Arráez, con el catedrático de Lengua y Literatura Pedro Perales Larios como agrimensor- contribuirán a deshacer muchos de sus injustos entuertos biográficos.



Perales Larios, autor del estudio preliminar y de las notas, viaje va viaje viene a Azuaga (Badajoz), donde reside aún la única nieta del poeta y dueña de sus derechos, ha conseguido por fin hacer realidad un volumen que parecía que nunca iba a nacer. El profesor Perales es el mayor erudito sobre la vida y obra del lírico cuevano, al que ha dedicado años y dioptrías y que por fin ve culminado un trabajo iniciado hace más de treinta años con la redacción de una tesis sobre Sotomayor y varios estudios sobre el drama Pan de Sierra y sus Obras Completas.



Las Memorias de Sotomayor, de don Pepe Soto como era conocido en el pueblo de sus amores, se presentan mañana sábado en Cuevas, en el Teatro Echegaray, allí donde se representaron muchas de sus obras costumbristas, al lado del viejo Casino, donde tantas partidas de ajedrez jugó, donde con tantos personajes trató que le nutrieron para ir pergeñando la fábrica de sus romances populares; se presentan mañana, junto a la Glorieta que lleva su nombre, en ese mismo escenario donde los actores de las compañías dramáticas daban voz a la tinta de su pluma, donde el público reía o lloraba, o viceversa, oyendo al señorico exigiendo el rento o a los criados hablar de las malas cosechas, de los campos como calaveras, de los cauces como sepulturas; se presenta por fin este  pliego biográfico del Sotomayor sin artificios y es como si mañana, a la hora convenida, fuésemos a resolver un enigma de más de siete décadas:  a quién mentará el poeta, a qué contemporáneo maldecirá, qué secreto de alcoba o de negocios revelará. La vida de Sotomayor está cuajada de mitos y estigmas: cuando alguien no puede explicar a otro, se lo inventa.



A Sotomayor lo situaron, en lo político, a la izquierda y a la derecha y lo acusaron de no sentir lo que escribía con tanta hondura, con tanto aliento de equiparación social, con tanto cariño hacia los sencillos campesinos a los que arrendaba sus propios bancales, en unos tiempos en los que otros consagrados autores se dedicaban a componer sonetos a alcázares y perlas, mientras él lo hacía a leñaores y niños feícos



Como siempre ha enfatizado Perales, lo crucial de Sotomayor no es tanto el hombre como el autor, no es tanto si creía o sentía con el corazón lo que escribía o no. Lo verdaderamente valioso de su paso por estas tierras secas (que siguen ahora más  secas aún) -con una pingüe herencia que le permitió leer y escribir como un poseso en largas madrugadas en su casa de arcos arábigos de la calle de La Rambla o en su Califato de Calguerín o en su Observatorio Astronómico de Garrucha donde se enamoro por primera vez- fue su ejercicio como centinela de las tradiciones, de los valores etnográficos de las tierras del Almanzora -el habla, las costumbres, los juegos, las labores agrícolas de antaño- que hoy acertamos a conocer en buena parte por su legado como poeta y dramaturgo.



Lo que  hemos descubierto, en una primera lectura apresurada de estas memorias, con la letra de molde caliente, es que a Sotomayor no le embargaba el éxito de sus dramas en Madrid o que su amigo Enrique Borrás consiguiera el mejor cuadro de actores y actrices del momento para Los Lobos del Lugar o La Enlutaica o Pan de Sierra, no; tampoco que sus obras poéticas como Rudezas o Alma Campesina, agotaran la edición y que los periódicos de Madrid hablaran de él como eximio trovador, tampoco. Lo que realmente hemos descubierto, por sus propias confesiones ante el papel, es que él lo único que pretendía, lo que más le alegraba el alma, es que sus paisanos, las gentes de su pueblo, lo quisieran. Para eso escribía: nada más que para que lo leyeran los suyos, no los grandes cronistas de la Villa y Corte, nada más que para obtener el afecto de la gente con la que se veía todos los días comprando el pan recién amasado o compartiendo banco en la Iglesia en una misa de difuntos.





El viejo Casino, el mismo Teatro
Señores con bastón y sombrero, algunos sentados en sillones de mimbre, bajo balcones tradicionales y tragaluces de ojo de buey. Son los contemporáneos del poeta Sotomayor -quizá él sea uno de esos jóvenes que aparecen en la imagen- en una tarde cuevana de finales del XIX en el viejo Casino, junto al Teatro Echegaray. Mañana, más de un siglo después de esta pretérita instantánea, en ese mismo lugar, serán presentadas, en su pueblo del alma-como la Orihuela de Miguel Hernández- las cuartillas más auténticas del poeta, escritas quizá más con las agallas que con la escuadra de la razón, para que, por fin, sus paisanos sepan lo que de verdad pensaba don Pepe Soto. 




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