Mi amigo Pepe Criado ha muerto viviendo una agonía compartida, derrochando en el morir igual estilo y elegancia que en su vivir completo. Nada nos prepara para morirnos salvo la muerte de los amigos. Ardua tarea la de asumir su ausencia porque ¿quién es capaz de encajar la propia como una certeza? La naturaleza impide vivir y morir al mismo tiempo..., o vaya usted a saber. A un alma sin dios y contradictoria como la mía le consuela pensar en el tiempo no vivido, en el estado de la no materia antes del nacimiento para llegar a entender el de la no vida. La muerte duele y duele saber que vas a morir. No duelen todos los años del tiempo en que no habías vivido, el de la abrumadora existencia de los otros en el cosmos de lo inaprensible.
Tras la muerte de Pepe estas cavilaciones ya no me sirven. No me consuela inferir que ser contemporánea de mi amigo ahora muerto pueda caer en el agujero negro de mi estado no matérico, ese de antes de yo ser yo. A raíz de este duelo quiero concebir mi identidad pensándome con él en mi paso por la vida como criatura que nació un poquito después de su llegada al mundo.
Corría el año 1981. Momentos convulsos llenos de incertidumbre para una democracia incipiente que se debatía por insuflar oxígeno en los pulmones de un país percudido. El 8 de septiembre de aquel mismo año, un amigo común moría en la cárcel de Los Molinos. Su cuerpo fue hallado en la celda colgado de una sábana. Suicidio. Nadie lo puso en duda. Pocos meses antes se dictó la sentencia: nueve años de prisión por un hurto, cuyo valor no llegaba a las cincuenta mil pesetas, en el presbiterio de la iglesia del pueblo.
Pepe Criado (por aquel entonces Jose con acento en la o), a sus veinte y dos años, con su estiloso andar sereno, su pelo negro ensortijado, temía el veredicto y la penitencia desde el primer momento en que se produjo la detención. Entonces él ya conocía el significado de los símbolos eclesiásticos y su alcance. El resto de los amigos no habíamos traspasado la frontera hacia la madurez, entre ellos quien firma este artículo. Fue condena desmedida para un delito tan leve, pero un pecado capital imperdonable, imposible de saldar con dos padresnuestros y tres avemarías.
Pepe se movilizó, habló con abogados, intentó ablandar piadosos corazones católicos al tiempo que se debatía por aliviar la desesperación con visitas frecuentes a la cárcel y remesas de libros para su amigo, reo de una iglesia que él sabía a todas luces inmisericorde. Todo fue inútil. La iglesia de sagrario y sacristía le cerró las puertas con rejas y cerrojos a un joven iluso por su intento de aplacar con un poco de hierba los largos momentos de lucha y compromiso.
Aquella muerte nos produjo una sacudida: la del antes y del después de iniciar lo que ahora somos. Y fue así como abandonamos la adolescencia. Entramos en la madurez de la mano de Pepe Criado, nuestro maestro en la amistad.
Mi amigo maestro ha escrito mucho desde que empezamos a compartir este trocito de tiempo en el que hemos coincidido, pero ahora el cuerpo no me pide rememorar su obra, sus títulos ni trabajos, me pide quedarme con el rastro de su aroma a esencia de mirra. Porque mi amigo olía a mirra y a flores silvestres del cerrillo de la Santa Cruz y del barrio de Cantarranas. Allí empezó a leer, a escribir, a construirse y, sin saberlo, a construirnos. Ahora, gracias a mi maestro amigo, me reconforta creer que estamos hechos a imagen y semejanza de los libros. Que nosotros mismos somos libros de calidades diversas según nos escribieron, editaron e imprimieron. Como ellos, somos buenos, malos y mediocres. Nuestra carcasa oscila entre la dureza de unas tapas de cartoné y la ligereza de una edición de bolsillo. Nos abrimos con un prólogo que nos introduce en la vida con mejor o peor suerte según la categoría del firmante. Discurrimos por un número finito de páginas que pueden acabar sin más o cerrarse con un epílogo.
Mi amigo no fue impreso en edición de lujo, ni entre duras tapas grabadas con pan de oro. Tampoco es un incunable de los que se exponen en vitrinas iluminadas y abiertos por la mitad. Es un long seller y como tal se halla fuera del tiempo. Está escrito con tinta imborrable para ser leído con deleite por cualquiera de sus páginas. Mi amigo, simplemente, rebasa la excelencia.
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