Un Velázquez en Almería

Intrahistoria de ‘El bufón Calabacillas’, la obra maestra del pintor barroco Diego Velázquez

‘El bufón calabacillas’, Velázquez expuesto en Almería.
‘El bufón calabacillas’, Velázquez expuesto en Almería. La Voz
Ramón Crespo
07:00 • 23 abr. 2019

Entre las actividades programadas con motivo de la celebración del bicentenario del Museo del Prado destaca ‘De gira por España’, una exposición que consiste en el préstamo por parte de la pinacoteca nacional de una obra singular de la pintura española a diferentes museos, uno por Comunidad autónoma. Gracias a esta iniciativa, el Museo de Almería expone desde el 8 de abril hasta el 5 de mayo ‘El bufón Calabacillas’, de Velázquez, una obra pintada alrededor de 1637.




Con esta actividad se pretende acercar la pintura de nuestros clásicos y compartir la riqueza de nuestro patrimonio. Elogiable pues la propuesta que, con todas las diferencias, que las hay, me trae el recuerdo de lo que fue el Museo del Pueblo, de Misiones pedagógicas.




Durante la Segunda República un museo ambulante llevó a los lugares más recónditos de una España rural copias de cuadros de Murillo, Goya, Velázquez, El Greco, Zurbarán, con la voluntad de mostrar lo mejor de nuestra pintura a unas gentes necesitadas, también de cultura. Misiones pedagógicas, con sus diferentes secciones divulgativas; cine, teatro, música, estuvo en varias ocasiones en Almería. Las copias que se exponían en el Museo del Pueblo fueron realizadas por los pintores Juan Bonafé, Eduardo Vicente y Ramón Gaya. Este último además de buen pintor, es uno de los grandes admiradores de Velázquez, estudioso de su obra, y autor de un pequeño libro: ‘Velázquez, pájaro solitario’, imprescindible en la extensa bibliografía del artista sevillano.




Gaya afirma que la actitud de Velázquez es “siempre una y la misma, ya sea que se encuentre ante el misterioso espectáculo de lo real o ante el intrincado problema de lo pictórico, y tiene para con todo una especie de amorosa desdeñosidad, casi de olvido”. Cuando comparamos su pintura con la de El Greco o Tiziano, más enérgicos y temperamentales, más briosos, la obra de Velázquez se muestra llena de una transparente mansedumbre. Lejos de la pasión y la fuerza, del gesto y el color, de eso que tantas veces se vincula al arte, entendido como ficción y artificiosidad, Velázquez aparece como una individualidad que pinta lo intangible, ese misterio que toda realidad esconde.




Este bufón, Juan Calabazas, fue criado de don Fernando de Austria, y a su partida a Flandes, en 1632, entró al servicio del rey Felipe IV. Velázquez lo retrata sentado, con las piernas cruzadas, el rostro desdibujado, la mirada estrábica, y una sonrisa que muchos consideraron bobalicona, de ahí que durante algún tiempo se creyera que el personaje retratado era el bobo de Coria. El sevillano pinta a este Juan Calabazas con gran naturalidad, era habitual que los bufones formaran parte de una corte que “se divertía con sus torpezas y bobadas; no con sus gracias o chistes, que es difícil de suponer en los desventurados”, tal y como señala Gaya Nuño. Sin embargo era costumbre en las cortes de Europa la presencia de estos personajes considerados “hombres de placer”.




Moreno Villa en su estudio ‘Locos, ena­nos, negros y niños palaciegos’, cataloga a más de 123 en la corte de los Austrias. Su función puede parecer hoy terriblemente absurda, una costumbre morbosa y enfermiza, pero no deja de ser un rasgo más de la época, el Barroco, y sus contradicciones. Velázquez pintó magistralmente a varios de estos personajes: a don Sebastián de Morra, al bufón don Diego de Acedo, el primo, a Francisco Lezcano, el niño de Vallecas, o a Mari Bárbola, la enana de las Meninas.




Dignificar
Anteriormente, en su etapa sevillana, bajo el magisterio del que sería su suegro, Francisco Pacheco, había ejecutado Velázquez una serie de cuadros cuyos motivos eran las gentes del pueblo: el aguador, la freidora de huevos, la mulata, etc. El genio hispalense fija ahora sus ojos en este bufón, el Calabacillas, desde la generosa objetividad dignificando al personaje de su infortunio en una obra sencillamente magistral. El cuadro destaca por una paleta sobria, en tonos oscuros, negros y marrones, solo interrumpida por el trazo casi impresionista del blanco del encaje de Flandes en puños y cuello.



Todo el cuadro está pintado con esa destreza técnica del que era pintor real ya desde el año 1623, una distinción que había conseguido por méritos propios después de retratar al rey, al que volvería a pintar en numerosas ocasiones. Quizás como contrapunto a esos retratos reales, ecuestres, de caza, o a los retratos de personajes ilustres, Velázquez se entrega con mayor naturalidad en la pintura de los bufones. Los expertos dataron el cuadro del Calabacillas entre 1646-1648 pero la aparición de un documento que señala la muerte del bufón en 1639 ha adelantado estas fechas. El cuadro pertenecería pues a su época madrileña que transcurre entre los dos viajes a Italia. Una Italia que hizo a Velázquez aún mejor pintor de lo que ya era, allí se descubrió como paisajista y seguramente imaginaría su Venus del espejo.


Cuando muchos de noso­tros hacemos largos viajes para poder visitar una exposición importante, en Madrid, Bilbao o Barcelona, no dejemos de ver aquí,  tan cerca de casa, esta obra. Vayan y juzguen.


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