El padre Ernesto Cardenal, que llevaba tiempo listo para partir, ha cumplido con su vida terrenal.
“El tiempo no devora héroes”, decía Jesús Orta (el Indio Naborí), refiriéndose a Fidel Castro (también buen amigo de Cardenal); pero sí consume a los hombres que los sustentan en vida, el yo carnal, el perecedero…
Cuando conocí a Ernesto allá por 1995, aunque ya tenía cierta edad, era tal su solidez física y mental, tanta su serenidad y dominio del tiempo y del espacio, del caos y el infinito, que era imposible pensar que algún día habría de fallecer.
Cualquier enciclopedia, impresa o digital, ofrecerá miles de datos sobre su vida y su obra: poeta, escultor, teólogo, político (él prefería llamarse “revolucionario”); traducido a decenas de idiomas, publicado en docenas de países... Hasta el punto de que un historiador encabeza el apartado dedicado al poeta granadino con el epígrafe “Ernesto Cardenal y su fama mundial”, cuyos evidentes tintes desdeñosos no logran encubrir el reconocimiento tácito de un hecho indiscutible: una existencia sencilla en apariencia, complementada por una vida rica en experiencia, y una vida dedicada a plasmar esa experiencia en una obra ingente y variada.
En un día como hoy, yo prefiero recordar al padre, como le gustaba que lo llamaran, al hombre de carne y hueso, contradictorio, humilde y vanidoso, intolerante y generoso, espontáneo y complejo, todo a la vez. Y creo que la aportación que él más valoraría de mí hoy sería, sin ninguna duda, algo sencillo (como él era), sin grandes pretensiones, algo así como unos pequeños trazos de vida cotidiana, como la reflejada en los cuadros de los pintores primitivistas de Solentiname, quizá unas escuetas líneas acerca de mi experiencia con él.
Por ejemplo que, fruto de su concienciación personal e ideológica, y tal vez también por su intensa experiencia vital, era de esas personas que tienen una visión en blanco y negro de la vida. Dividía el mundo en dos. Recuerdo que en una ocasión le pregunté: “Padre, ¿Arellano, es sabio o sastre? porque tiene publicada una Historia de la Literatura Nicaragüense; otra, de la Iglesia; otra, del Ejército…”. Él zanjó el asunto en diez sílabas, dándome a entender, con su entonación sentenciosa, que aquel tema de conversación no era de su agrado. Así de tajante era su división del mundo. Prototipo de personalidad fuerte, con las ideas muy definidas. No concebía las medias tintas.
Pero también sabía ser cordial. Recuerdo que en otra ocasión, alguien de la agencia que me preparaba el viaje a Nicaragua, al enterarse de que vería a Cardenal, me dijo: “Oye, por favor, compra un libro suyo y pídele que me lo dedique; y dile que lo amo”. Me acordé del encargo el penúltimo día de mi estancia. Hablando con él, en su despacho, le transmití la petición y añadí, pensando que serviría de argumento a mi favor, presuponiendo en él la pequeña dosis de vanidad personal que todos albergamos: “Me da pena (‘vergüenza’), padre, pero también me dijo la muchacha que, por favor, le dijese que lo ama. Así que he pensado venir mañana a despedirme y que le firme un ejemplar de sus Epigramas”. Cardenal se limitó a decirme: “NO”. Me dejó de piedra, no podía creerlo. Un lacónico “NO” resonó, con la contundencia inapelable de que era capaz y que solo quienes lo hayamos tratado de cerca podemos imaginar. Yo acababa de sufrirla. Para añadir, unos segundos después: “Ese libro se lo voy a regalar yo”, finalizando la oración con una ligera sonrisa picarona en la cara, como si le estuviese birlando con ello, y en mis propias narices, un beso a mi novia. Se levantó al instante del sillón y se dirigió a un armario que ocupaba buena parte de la pared, se agachó un poco, deslizó hacia un lado la puerta corredera: y de pronto apareció ante mis ojos toda una estantería repleta de libritos verdes, todos el mismo, de los Epigramas.
Agarró uno, cerró cuidadosamente la puerta como quien vela un tesoro, y al tiempo de sentarse, me preguntó: “¿Cómo se llama la muchacha?” Lo siento, Isabel, pero en ese momento... fui débil, te fallé, me dije: “¡Qué leche Isabel...! ¡Que ya no es un libro dedicado, que ya es un libro regalado por el mismísimo Cardenal!” y dije, con suma tranquilidad, asumiendo la infidelidad y su culpa: “¡Encarna! ¡Se llama Encarnación!”. Así tiene mi mujer hoy, novia entonces, un libro dedicado (¡y regalado!) por el coqueto Cardenal.
Su generosidad solo conocía los límites de la plata de que dispusiese en ese momento. Por mediación del propio Ernesto conocí a un poeta, William Valle, con serios problemas económicos. Trabajaba como zapatero remendón, con una máquina de coser arrendada y le comenté a Ernesto que si fuera suya la máquina le quedaría más dinero a final de mes. “Estoy dispuesto a poner doscientos dólares de los trescientos que cuesta la máquina”, le dije, esperando que él ofreciese aportar los otros cien; pero respondió de inmediato: “Yo pongo otros doscientos y, así, le quedan cien para que compre material y le ayudamos a empezar por separado”. Siempre tenía unos córdobas para los mendigos que pasaban casi a diario por su casa.
Buen observador, atendía las ilusiones de los demás. En una ocasión le mostré mi deseo de adquirir una garza blanca de su taller. “Ahora mismo no tengo ninguna. Llévate para España otra escultura”. “Es que me gustan sus garzas”, respondí, y debió de notar mi decepción, porque a la semana, al visitarlo, me tenía preparada una sorpresa. Brusco como era a veces, falto de diplomacia, se limitó a decir: “He hecho una garza blanca para ti”. Sin más explicaciones, sin más preámbulos, sin más atenuantes. A bocajarro. Y le indicó a su asistente: “Ponele precio de amigo”.
“Ginés Bonillo, ¿vos no estás muerto?”
En cierta ocasión, enterado de que Ernesto Cardenal andaba por Granada, me puse en contacto telefónico con quien lo acompañaba. Tras identificarme (“¡Aló, padre! Soy Ginés”), me preguntó: “¿Qué Ginés?”. “Ginés Bonillo”, respondí. Unos segundos de silencio precedieron sus palabras, cómo no, a bocajarro: “¡¿Ginés?!... Pero, ¿vos no estás muerto?” Fue la primera noticia de un bulo que corrió por Nicaragua en torno a mi muerte prematura.
Leal a quienes lo queríamos, me obsequió todavía dentro del siglo pasado con una visita a la comunidad de Solentiname. Unos días inolvidables en la isla de Mancarrón: el nuevo San Juan de la Cruz, la mítica iglesita (restaurada), las austeras cabañas, la sobrecogedora biblioteca-museo, la paradisíaca naturaleza del archipiélago… Y a la vuelta solo me preguntó por los zancudos: “Hace años les eché una maldición. Pero parece que han vuelto”. Así era Ernesto.
La última vez que lo visité, en 2017, estaba leyendo un libro de tema científico, ‘The Ends of the’. Y despachaba a las visitas con rapidez, ya que sentía que le quedaba mucho por leer todavía en la vida. Tras el saludo, solía preguntar: “¿Puedo hacer algo por ti?”. Y, cuando deseaba despachar sutilmente a los “intrusos”, volvía a preguntar: “¿Y puedo hacer algo más por ti?”, señal de que empezabas a distraerle su tiempo, a estorbarle.
En unos días su cuerpo perecedero descansará -supongo- en la isla, frente al muellecito, junto a Elvis, Donald, Laureano… Su alma inquebrantable vivirá más allá de todo tiempo como polvo entre las estrellas, en el pluriverso divino; su espíritu revolucionario, entre nosotros.
Adiós, poeta.
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