Conocí a mi amigo Trino Tortosa a mis diecinueve o veinte años. Recuerdo perfectamente como fue. En una de mis primeras exposiciones individuales en Almería, en la sala de Unicaja, Juan José Ceba me anunció que Trino vendría a verme, que estaba muy interesado en mi pintura. Y Trino efectivamente llegó a continuación, irradiando su visceralidad verbal, espacial y gesticulante, avasalladora y expansiva.
Recuerdo su sinceridad, sin maquillajes, abrupta, de hombre de pueblo curtido a quien nadie se la pega. Alabó mi entonces inaugurada pintura y al mismo tiempo me dio muy buenos consejos para mejorar. Criticó mi dependencia entonces de la veta sorollesca y me sugirió un camino para mejorar los matices coloristas, para desterrar la “harina” de la paleta, como gustaba repetir frecuentemente. Personaje enérgico y vitalista, bruto en apariencia, poseía en cambio un fino olfato para degustar la buena pintura, para detectar el buen oficio y la sabiduría del verdadero artista.
Recuerdo nuestras innumerables conversaciones sobre el olvidado mundo del siglo XIX español y la enorme categoría de sus numerosos hacedores, a los que defendía con conocimiento y precisión eruditos.
Trino llegó a Almería en un momento cultural de ensimismamiento narcisista, por parte del aún reinante –por histórico- movimiento indaliano y sus epígonos, y por parte de la nueva generación de los ochenta, arrogantillos “modernos” que paseaban su pretendida vanguardia frente a los hocicos de una sociedad culturalmente provinciana, cateta e ignorante. Trino les leyó la cartilla a unos y a otros, con su falta de diplomacia acostumbrada, como un huracán vociferante y arrasador. En este sentido, contribuyó muy notablemente a la superación de muchas tonterías y a colocar las cosas en su sitio, geográfica e históricamente.
Trino me profesó mucho cariño desde el principio y me defendíó a capa y espada, frente a todos, en un momento en el que muchos compañeros de profesión y sus adjuntos me veían como una amenaza real y en crescendo, lo que había ocasionado una persecución hacia mí, mediática e ideológica, verdaderamente asombrosa y casi sin precedentes. En este contexto, Trino apostó firmemente por mi obra, actuando como un marchante verdadero, que compraba por adelantado y luego vendía como podía; no como los galeristas al uso, cuya trapacería e insolidaridad se los ha llevado a casi todos por delante. Los comienzos de un artista son siempre dificultosos y la posibilidad de vender e ir ganándose la vida es algo indispensable. En aquellos años, Trino fue para mí un sostén maravilloso, una oportunidad para seguir viviendo, amando el arte y creciendo en la pintura.
Quiero dedicar estas líneas a su memoria –imperecedera para mí- y dar a sus hijos Trino y Javier un enorme abrazo, para que sigan con dignidad la senda iniciada por su padre, en la calidad y la devoción por la buena pintura.
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